Los
derechos niveladores de la generosa inspiración democrática se han convertido,
de aspiraciones e ideales, en apetitos y supuestos inconscientes.
José Ortega y Gasset
Obviamente
que no; sin embargo, la realidad puede incitarnos a dudar al respecto. Me
refiero al extraordinario número de candidaturas que han sido presentadas para
participar en las elecciones venideras. Es cierto que Bolivia tiene nueve
gobernaciones y centenares de gobiernos municipales, por lo cual la presencia
de cuantiosos postulantes resulta inevitable. Mi punto es que, en esta ocasión,
se ha rebasado lo imaginable. Son más de 34.000 personas que apuestan por alcanzar
esos espacios burocráticos. No descarto que haya mortales desquiciados u hombres
en busca de fama circunstancial. Lo preocupante
tiene como protagonistas a individuos que, sin sustento alguno, se creen
capaces de asumir ese tipo de responsabilidades. Peor aún, pienso en gente que
se siente casi obligada a emprender dicha cruzada, pues, por alguna extraña
razón, ha descubierto esa indoblegable vocación. Por consiguiente, intentan convencernos
de que llegó su hora.
No
niego que haya personas con profundas convicciones ideológicas en esas listas. Candidatos
que, como el liberal Mario Vargas Llosa en 1990, intenten la conquista del
poder para transformar su sociedad. En estos casos, nunca mayoritarios,
concluiríamos que hay argumentos válidos para respaldar su iniciativa. El
problema es que no se trata de la regla. El panorama es hoy bastante prosaico; en
lugar de ideas, tenemos ocurrencias, deseos muy elementales e inquietudes
peregrinas. Cualquiera podría notar, si afinara un poco la mirada, cuántas
falencias se multiplican por doquier. Pese a ello, según parece, cuando se
comparte tal anhelo, no existe nadie sensato que sirva para contribuir a detener el
proyecto. Porque una cosa es que uno quiera ser candidato, quizá desde sus más estrambóticos
sueños; otra, toparse con quienes lo alienten, auxilien, coreen, incluso
alcahueteen. Sin duda, en muchas postulaciones, uno extraña la presencia de
algún alma caritativa que, con suavidad o aspereza, se decante por oponerse a
ese impulso.
Sé
que son tiempos críticos y, a fin de cuentas, un empleo como ése, con salario
digno, puede incentivar al semejante. No obstante, las pretensiones económicas son
insuficientes como argumento. Estamos hablando de una función gubernamental; se
supone que es un asunto harto importante. La solución de problemas sociales
pasa, en significativa medida, por el rol que desempeñen. De manera que toca
pensar en si se puede aportar al logro de tal cometido. Para definirlo, aunque
parezca una perogrullada, deberíamos reflexionar, con franqueza, sobre cuánto
sabemos del cargo y los males o dificultades de la comunidad que le conciernen.
No basta con decir que, por ejemplo, nos molesta la inseguridad o el desorden
de los mercados. Un aspirante a esos puestos tiene que saber ya cómo proceder
para lidiar con aquellas adversidades. No es admisible que los demás le
paguemos para aprender lo elemental del oficio, por más buena voluntad que irradie.
El
derecho al sufragio, en su vertiente pasiva, permite ser candidato. Es una
posibilidad que, con mínimos requisitos, tiene todo ciudadano. En términos
legales, las condiciones estarían dadas para que uno se aventure a buscar ese
cargo de representación popular. El gran tema es si tendría o no que hacerlo.
Subrayo esto último porque, ciertamente, puede haber sujetos simpáticos, que
conmuevan e inspiren confianza a multitudes; empero, si hay seriedad, las
elecciones no deberían ser un concurso de popularidad. Confundir las redes con
los procesos de consagración de autoridades públicas, aunque, por desgracia,
sea cada vez más frecuente, puede ser una invitación al desastre. Desde luego,
queda también la opción de sostener que ser candidato es un deber que responde
al compromiso ante un familiar moribundo, pedido del pueblo, mandato divino,
encargo de la historia, etc. Lo negativo será siempre entender que cualquiera
de estas irracionalidades justifica la carrera electoral.
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