En resumen, el
votante típico no es la isla social ni el idiota moral descrito por la teoría
económica de la democracia. Es un ciudadano preocupado, si bien frecuentemente
engañado y algo holgazán.
Mario Bunge
En 1944, estando disconforme
con el panorama que protagonizaban algunos periodistas, Albert
Camus escribió sobre cómo deberían ejercer su oficio. Remarcó entonces la necesidad
de ayudar al público a comprender las noticias, al igual que indicó cuán relevantes
eran las reflexiones políticas y morales del presente. Apelaba, pues, a las
ideas con el objetivo de señalar un camino que, inevitablemente, se debía transitar para
cumplir una función útil, satisfactoria, incluso ejemplar. Sostuvo algo más que
cabe recordar ahora. Pasa que el hombre de prensa, así como, en determinados contextos,
cualquier escritor, debía procurar que se despertara el sentido crítico del
lector y no, desde ninguna perspectiva, apelar a su inclinación hacia lo fácil.
En otros términos, según su criterio, correspondía que se respetase la inteligencia
de quienes lo leían, debiendo evitarse convertirlo en mero destinatario de simplezas,
ridiculeces e imbecilidades.
Ese llamado a tomar en cuenta la capacidad intelectual del prójimo es siempre
necesario cuando vivimos tiempos electorales. Ocurre que, históricamente, por
norma general, quienes pretenden la conquista o el mantenimiento del poder ceden
a la tentación de subestimar al electorado. Ellos incurren en generalizaciones
que son ofensivas, aun indignantes. Creen que los votantes son individuos de la
misma calaña. Sus estrategias, discursos y respuestas prefabricadas parten de una
premisa que no es para nada halagadora: los ciudadanos no esperan sino gritos,
derroche de valentía, ofrecimientos descomunales, entre otros fenómenos
marcados por lo emotivo. Conforme a esta lógica, si el candidato fuese contrario
al Gobierno, bastaría con que anunciase la pulverización del oficialismo, su contundente
derrota; así, los aplausos no faltarían. En la vereda contraria, tendría que
insultarse a los opositores, remarcando cómo su victoria implicaría la
destrucción del país. Intercambio de superficialidades, dialéctica del tipo menos
deseable.
La crítica se aplica igualmente cuando pensamos en coaliciones que son presentadas
a los ciudadanos sin el menor acompañamiento de ideas. Los aliados, en estas
circunstancias, comparten el menosprecio, presumiendo que lo único importante, acaso
vital, sea su pacto. No me refiero, por cierto, a la existencia de promesas
electorales, puesto que aquello nunca falta. Pienso en un requerimiento mayor,
vale decir, el conjunto de creencias fundamentales que posibilitarían una nueva
realidad. No habiendo ningún marco ideológico que sustente ese acuerdo, todo
oportunismo y caos resultarían factibles. Porque, sin una concepción clara de
la sociedad cuyas bases se buscan establecer, nos queda improvisar, pero del
peor modo posible. Además, si los votantes ignoran qué tipo de régimen o Estado
se pretende, no habrá después excusa válida para formular reclamaciones. Ni
siquiera podrá hablarse de engaño, porque los coalicionistas jamás dijeron nada
sustancial.
Sé que muchas personas no tienen problema en escuchar idioteces, fanfarronerías y promesas harto vagas de postulantes a la presidencia. No ignoro que, de manera eventual, esa postura se vuelva mayoritaria. Esto quiere decir que, si se atendiese a los dictados de la masa, los candidatos podrían prescindir del esfuerzo mental para obtener votos en su favor. No obstante, ningún triunfo surgido sólo de las pasiones, sentimientos e instintos, en síntesis, tendrá la fuerza suficiente como para respaldar, sin desfallecimientos precoces, a gobernantes que deben enfrentar desafíos significativos. La paciencia, indispensable ante crisis nacionales, es una virtud racional. Por este motivo, es forzoso que se procure la elevación del compromiso de los electores, comprendiendo éste sus dimensiones reflexivas y afectivas, sin importar cuán innecesario parezca. Si, por el lado de la ciudadanía, no hay quejas al respecto, deberíamos concluir que nos merecemos invariablemente a pésimos gobernantes, sean hoy oficialistas u opositores.
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