Y en fin, ¿cómo propugnar robinsonismo intelectual alguno sin caer en el mayor absurdo? Roberto Fernández Retamar El año 1771, en Estrasburgo, cuando contemplaba su catedral, Goethe tuvo la convicción de que no se hallaba frente a una obra cualquiera. Es cierto que, técnicamente hablando, el edificio era gótico, contando con las características correspondientes, lo cual podía ser motivo suficiente para su elogio. No obstante, mientras lo admiraba, le fue revelada una cualidad hasta entonces ignorada por él: su pertenencia a la cultura alemana. Se trataba, pues, en su criterio, de una creación del espíritu que sólo podía darse gracias a esa nación. Así, tal como lo hicieron los románticos del siglo XVIII, el alma colectiva o genio de la nación, entre otras denominaciones, fomentaba la existencia de sociedades supuestamente superiores, pero también nocivas. Porque, bajo el pretexto de preservar lo propio, se perjudica a individuos que conforman esas mismas ...
Olviden la ordinariez que infesta nuestra sociedad, los deberes preceptuados por las agendas laborales y el diplomático recurso de no insultar al prójimo... Caerse del tiempo demanda una extravagancia posmoderna: vivir, aunque sea un instante, con total libertad.