El examen de los hechos y de las ideas sólo es temible a la impostura y
a la mala fe; la discusión suministra nuevas luces al sabio, en tanto que
enfada y molesta al obstinado, al impostor, o al que vive apegado a sus
errores, y teme que llegue el momento del desengaño.
Barón de Holbach
Mientras escribía sobre su curiosa manera de concebir el socialismo,
combinando individualismo con altruismo, Wilde sostuvo que el cambio era indispensable
para entender nuestra naturaleza humana. De hecho, según el autor de Salomé, se trataba del atributo más
importante, por lo cual no cabría desdeñarlo. Antes, procurando la
identificación del principio fundamental de todo, Heráclito lo había destacado.
Es más, aunque llegando al extremo, se ha sostenido que, por sí mismo, cambiar
ya nos colocaría en una mejor situación. Por fortuna, no todos han compartido
esa concepción romántica, digamos también ingenua, pues se sabe que las
modificaciones, alteraciones o conversiones experimentadas en esta vida son, en
ocasiones, para peor. Sin embargo, en un arranque de optimismo, se puede
esperar que, habiendo sido canalla a carta cabal, una persona cambie,
volviéndose digna del aprecio. Huelga decir que no pasa con frecuencia.
En el mundo de la política, lamentablemente, los
cambios suelen tener al oportunismo como fundamento. En incontables casos, las
nuevas actitudes que muestra un integrante de tal casta no son sino cálculos,
poses llevadas a cabo para persuadir al prójimo. Se pretende, pues, engañarlo,
generar la falsa creencia de que su comportamiento ya no debería suscitar
ninguna desconfianza. Aludo a quienes han dejado una huella nada memorable
cuando se ocuparon de dirigir el Estado. Se trata de sujetos con una moralidad
harto cuestionable, cuyo pasado es una invitación al insulto. Si hubiera una
memoria más o menos rescatable, la ciudadanía los recordaría del peor modo
posible, tornando inviable cualquier retorno al poder. Empero, la inclinación a
olvidar ofensas, crímenes y demás vilezas que son cometidos al gobernar está
presente en demasiadas personas.
Los políticos pueden cambiar, sin duda, pero cabe
también la simulación al decir que lo hacen. Las sospechas en torno a su
fingimiento se presentan cuando, aunque nos esforcemos, no encontramos ningún
antecedente que sustente su conversión. Así, cuando, como en el caso del
Movimiento Al Socialismo, se han ocupado de hablar bien de una tiranía durante
largo tiempo, su reciente cruzada por la democracia resulta inverosímil. Lo
mismo pasa en materia de lucha contra la corrupción. Uno podría conjeturar que
su auténtico problema, la verdadera indignación, es el hecho de no ser quienes
aumentan el patrimonio gracias a esos estraperlos. Sus reclamaciones por una
justicia independiente tienen la misma explicación. Son imposturas que, por
desgracia, pueden servir para embaucar a ciudadanos con amnesia, hastío,
desesperación o un grado relevante de incultura.
No existe militante del MAS que haya optado por el
reconocimiento de su culpa. La razón es simple: desde su óptica, todo lo que su
régimen hizo es un monumento a la perfección. Si perdieron el poder, esto se
habría dado por conspiraciones del extranjero, envidia de la derecha, racismo
regionalista, entre otras causas. No toman consciencia del daño que hicieron a
lo largo de sus presidencias. Se resisten a reconocer que, si hubiera justicia,
deberían figurar en la historia como una de las peores desgracias del país. No
interesa que declaren hoy sus buenas intenciones, procurando atacar las
tonterías del presente como si ninguna mancha fuera suya. Lo cierto es que, aun
cuando las otras fuerzas sean defectuosas, nada serviría para borrarles el
signo de la infamia. Es una marca distintiva, su esencia invariable. Olvidarlo
sería nuestra perdición.
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