La búsqueda de la verdad concreta
constituye el rasgo diferencial del pensamiento dialéctico.
Plejánov
Salvo su tipo marxista –si creemos en García Linera, lo cual es harto difícil–, la dialéctica no despierta interés entre partidarios del oficialismo. Me refiero a su significado clásico: arte de dialogar, argumentar y discutir. Para el Movimiento Al Socialismo, todo esto es una pérdida de tiempo. En un criterio como el suyo, resulta irrelevante que, gracias a su puesta en práctica, hombres como Cicerón hubiesen servido para esclarecer problemas sociales. Porque, al usar la palabra con esos fines, no se persiguen alabanzas del prójimo por nuestra elocuencia, sino tan sólo ahondar en un asunto determinado, facilitando la dilucidación de dudas e inquietudes varias. Se parte del anhelo de hacer un aporte que refleje esa buena fe. Así, encarnando lo contrario a esto, nada tan obvio como que la gente del Gobierno no debata.
Aun cuando el
oficialismo eluda esos encuentros, no existe razón válida para secundarlo. Los
ciudadanos tienen derecho a conocer las ideas que defiende cada candidato. Esto
no significa que nos limitemos a oír sus diferentes discursos en un clima
relajado, como si fueran conferenciantes, casi subidos en un púlpito. Lo que
hace falta, además, es la confrontación de programas y críticas. Quizá, merced
a estos enfrentamientos públicos, aunque no se quiera reconocerlo, hallemos otras
respuestas a problemas que creíamos haber liquidado de la mejor forma posible.
Es lo que, por ejemplo, pasa en la ciencia, conforme a Popper: el desarrollo
del conocimiento se da debido a cuestionamientos que hacen quienes componen la
comunidad científica. Si cada uno se dedicase a buscar de modo aislado la
verdad, su avance sería insignificante, demasiado arduo o, más seguro, nulo.
Pero, al margen de
favorecer a los candidatos por evidenciar cuán imbatible, si cabe, resulta su
propuesta, la ciudadanía sería también beneficiada. Todos ofrecen la mayor
transparencia, así como una genial relación con los administrados. Se alega que
habrá respuestas oportunas a las quejas, evitando demoras, descartando
arbitrariedades. Sin embargo, no desean exponerse de tal manera que sus
fragilidades sean señaladas por el antagonista. Mas conviene correr este
riesgo. Si, a fin de cuentas, somos ineptos, se debe agradecer al que lo hizo
notar y, tras ello, brindarle el apoyo respectivo. Esto porque, de acuerdo con
aquello que se pregona, quieren lo mejor para el país. En este sentido, para
quienes exigen un solo candidato antigubernamental, el debate es vital. Por
supuesto, presumo que los participantes tendrán un nivel civilizado.
No es suficiente
que, abandonando su histórica solemnidad, Carlos Mesa se tire al piso y hable a
jóvenes sobre cómo adecentará la Bolivia dejada por Morales Ayma, pues, según
su campaña, le molestan sólo las exageraciones plurinacionales. Tampoco bastan
las poses liberales de Oscar Ortiz, sus fotos con líderes del extranjero en lo
referente a derechos humanos, ya que uno recuerda todavía cuánto apoyó a la
infame Asamblea Constituyente. Por último, entre otros casos, son altamente
insatisfactorias las intervenciones teológico-políticas que, cada cierto
tiempo, sin temor a la incoherencia ni, menos aún, al ridículo, realiza Víctor
Hugo Cárdenas. Tiene que haber aquí un combate abierto, sincero y, ante todo,
propio de la democracia, régimen tan agraviado por el MAS. Resistámonos a que
la inconducta del ilegítimo candidato nos condene a no contemplar algo muy
provechoso como un buen debate entre quienes buscan recuperar la cordura
gubernamental.
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