La filosofía, como más de una vez se ha dicho,
exige al mismo tiempo modestia y soberbia, temor y atrevimiento.
Francisco
Romero
Pensando en sus alumnos, Kant lo resumió de forma insuperable: no se
aprende filosofía, sino a filosofar. La diferencia es sustancial, pues uno
puede limitarse al estudio de diversas corrientes del pensamiento o, en cambio,
ejercitar su propio intelecto para encontrar verdades que le permitan
comprender al hombre, la vida, el mundo, etcétera. Con certeza, el examen de
las ideas que se han concebido tiene gran relevancia, pero no asegura la
capacidad requerida para pensar con seriedad. Así, no sería sorprendente
encontrar a un enseñador de autores, teorías, doctrinas que ignorara cómo
cuestionar autónomamente algunas creencias. En cualquier caso, el conocimiento
de dichas ideas nos ofrece un panorama que, cuando estemos preparados para
hacerlo, podremos optimizar; asimismo, tras informarnos sobre las diferentes
doctrinas, es posible desacreditar la originalidad que aparentan tener nuestros
juicios. En síntesis, posibilita que identifiquemos vanas pretensiones, así
como a burdos impostores.
Exceptuando a sujetos con problemas patológicos, es
innegable que todos los hombres pueden pensar, analizar su situación personal,
discriminar entre proposiciones verdaderas e incorrectas. Ello no admite
refutación; sin embargo, esa sola facultad natural es insuficiente para dar a
nuestros pensamientos una categoría filosófica. Existe, por ende, un modo
determinado de afrontar problemas, incluyendo los cotidianos, que logra ese
cometido. Para comprenderlo, resulta imprescindible estudiar a quienes nos
precedieron en este afán intelectual, ya que su trabajo puede aliviarnos de algunas
angustias. Salvando las reflexiones diarias que demandan un ejercicio de la
mente similar al del ámbito filosófico, es plausible plantear esta máxima: sin
aprender filosofía, no se puede filosofar con rigurosidad. Hay una tradición de
conceptos, problemas y preguntas que no cabe despreciar.
Esencialmente, la filosofía no
tiene un objeto específico de estudio. Sucede que su cometido es mayor:
ocuparse del Universo en general. No está demás destacar el tamaño de su
pretensión, ya que todo podría ser considerado por quienes la practican. Desde
luego, esto implica que cualquier campo del conocimiento pueda ser puesto a su
consideración. Esta peculiaridad no es irrelevante, asociándose con la
supremacía que tiene sobre las ciencias particulares: mientras éstas giran en
torno a una temática determinada, la filosofía puede tratar, con el mismo
rigor, cualquier asunto que requiera su busca de verdades. Huelga decir que, en
tiempos marcados por una especialización cada vez más minuciosa, esta cualidad
es extraña. Corresponde lamentar que demasiada gente se ciñe a explotar su
parcela del saber.
Por último, aunque sea brevemente, es oportuno resaltar
la diferencia entre sabiduría y filosofía. Se puede afirmar que el sabio es un
sujeto que no necesita buscar la verdad, pues ha logrado encontrarla; por
consiguiente, si tiene alguna labor, ésta consiste en difundir sus
descubrimientos, pregonarlos al semejante. Esto implica que la sabiduría
proclama el hallazgo de verdades, lo cual jamás haría un filósofo, porque sus permanentes
preguntas revelan una persecución que nunca tiene fin, salvo uno donde se acabe
también con esta disciplina. Es que la filosofía no tendría ninguna razón de
existir si se descubrieran las verdades definitivas. Es una especie de
horizonte, uno que nos parece muy atractivo, pero asimismo inalcanzable. Tomar
consciencia de aquello equivale a progresar en esta materia.
Nota pictórica. Hombre sentado
es una obra que pertenece a Liubov Popova (1889-1924).
Comentarios