El pensamiento rebelde no puede, por lo tanto, prescindir
de la memoria: es una tensión perpetua. Al seguirlo en sus obras y sus
actos tendremos que decir siempre si permanece fiel a su nobleza primera o si,
por cansancio y locura, la olvida contrariamente, en una embriaguez de tiranía
o de servidumbre.
Albert Camus
En «Funes el memorioso», Borges sospecha
que su protagonista, quien podía recordarlo todo, era incapaz de pensar. Le
faltaba generalizar, abstraer, ir más allá de un panorama evocado sin falta. En
efecto, podemos contar con una buena memoria, pero eso no garantiza que otras
facultades mentales –imaginación, voluntad, al igual que, desde luego, la
inteligencia– formen parte de nuestra realidad. Cabe resaltar que, en ocasiones,
una consecuencia de reflexionar sería olvidar. Ciertamente, para evitar mayores
inconvenientes, suprimir algún recuerdo puede resultar necesario. Es que,
cuando alguna desventura nos acompaña de manera permanente, intoxicando el
presente y tornando sombrío cualquier futuro, existir ya no parecería tan
deseable. Así, nada impide que se reivindique al olvido, pues, mientras, por
causas patológicas, no afecte nuestra esencia, se constituye en un elemento primordial
para todo individuo.
Así como sucede con
los hombres, las sociedades pueden necesitar que algunos o varios aspectos del
pasado sean olvidados. Perseverar en el recuerdo de causas que nos distancian
podría ser una invitación al conflicto. Aun cuando las pasiones parezcan inertes,
distantes ya de toda peligrosidad, jamás sería sensato descartar su resurrección.
En este sentido, convendría que fueran absorbidas por el olvido. Con todo, esta
idea puede ser muy difícil de aplicar. Ocurre que hay situaciones en las cuales
el recuerdo nos alerta del peligro de repetir infamias. Si, por ejemplo,
determinadas posturas generaron actos de violencia, llegando a segar la vida
del semejante, nada más razonable, desde una perspectiva social, que insistir
en su evocación. Uno cree que, mientras se preserve tal información en lo que
sería nuestra memoria colectiva, nos libraríamos de las nocivas reincidencias.
No todos están de
acuerdo con esas bondades que la memoria colectiva traería consigo. Uno de sus
críticos es David Rieff, quien escribió un provechoso ensayo al respecto, Elogio del olvido. Para este autor, nadie
nos asegura que las conmemoraciones tengan el mismo designio de cuando algunas
personas se decantaron por establecerlas. Nada nos libra de que, en lo
venidero, nuevos regímenes amplíen, restrinjan o, simplemente, supriman esa celebración.
Por otro lado, podríamos recordar la
fecha, pero debido a sus secuelas laborales, como feriados o asuetos, dejando
de lado cualquier reflexión pretendida por sus forjadores. Siguiendo esta
línea, la gente puede tener presente el Primero de Mayo, mas no pensar siquiera
un segundo en sus antecedentes históricos ni, peor aún, sobre cómo los trabajadores
son hoy perjudicados con tantas regulaciones.
El asunto se vuelve
más complejo cuando hablamos del recuerdo de regímenes autoritarios,
totalitarismos y genocidios, entre otras ruindades que nos ha obsequiado la
especie cuando llegó al poder. Acontece que podemos levantar museos de la
memoria, tal como ha pasado en diversos países, publicar informes voluminosos,
aun preparar documentales a todo color y sin restricciones presupuestarias; empero,
los oprobios no cesan. Reconozco que muchas de las monstruosidades del pasado
ya no se repitieron. El punto es si esto se dio por la rememoración de una
vileza que nos afecta todavía como seres humanos o, caso contrario, debido a
una evolución de la inteligencia moral. Porque, más allá de tener una prodigiosa
memoria, individual o colectiva, lo fundamental es que sepamos cómo identificar
al mal y, por supuesto, a sus ejecutores en política.
Nota pictórica. Los jugadores de cartas es una obra que pertenece a Vera Rockline
(1896-1934).
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