Hay libros, en el recuerdo, que resultan inseparables de ciertos
momentos muy nuestros. Épocas, lugares, experiencias que encuentran, en ciertas
páginas leídas, su símbolo eminente, su perfecta condensación. Son las que
contribuyeron a hacer de nosotros lo que somos.
Santiago Kovadloff
En el universo de la
literatura, las figuras que concentran nuestras atenciones son quienes leen,
escriben y editan. Ellos tienen el protagonismo, permitiendo que, durante ya
varias épocas, desde su aparición en la Edad Antigua, los textos generen
todavía consecuencias provechosas. Aunque Roland Barthes y otros pensadores
hubiesen procurado su eliminación, está claro que el autor continúa siendo de
importancia fundamental en ese terreno. Sin sus creaciones, sean éstas
poéticas, dramatúrgicas, narrativas o ensayísticas, el hecho literario no
existiría. Pero tampoco tendría sentido si nadie estuviese allí para conocer
del escrito, emocionándose o, por lo contrario, casi muriendo de aburrimiento.
Es que, dejando de lado las poses románticas, la vanidad ridícula, uno escribe
para ser leído. Desde luego, para conseguirlo, es necesario contar con alquien
que sirva –o, por lo menos, ayude– a elaborar y distribuir nuestros volúmenes.
Así, el círculo parecería cerrado.
No obstante, una vez en
condiciones de ser ofrecida, la obra se relaciona con un actor de fama ya
menor: el librero. No aludo a las personas que, por ejemplo, venden novelas con
el mismo ánimo de comercializar ladrillos, clavos o alfileres. Porque, aun
cuando sean efectivas, esas transacciones desalmadas, exentas de pasión, no me provocan
ninguna complacencia. Podría toparme con un empleado que, gracias a Internet,
ubique autores y títulos sin demora; empero, su ofrecimiento me seguiría
pareciendo deficiente. Pasa que, en la más noble tradición de tal oficio,
encontramos otras cualidades, atributos, aun dones sin los cuales su ejercicio
será siempre inauténtico. En otras palabras, mientras que, teniendo habilidades
mínimas, cualquiera puede ser vendedor de libros, pocos podrían presentarse
como libreros. Destaco que su escasez y, peor aún, desaparición constituyen un
problema de relevancia para la cultura escrita.
El librero no es sólo un
gran lector, sino también una persona que no teme lanzar jucios de valor. Es
posible que formule dictámenes de carácter académico, esgrimiendo argumentos de
alto vuelo teórico para ello. Sin embargo, lo que acentúo es aquella crítica
políticamente incorrecta, mordaz, herética. Por ejemplo, en sus dominios, se
puede considerar cretino a Chomsky, hipócrita al distinguido Ernesto Sabato o,
cuando algún visitante lo invoca, calificar de indigerible cualquier página
compuesta por Saramago. La segura discusión que trae consigo es uno de los
encantos del lugar. Uno sabe que, al margen de comprar libros, encontrará allí
a quien no tiene reparos en despertar polémicas. Es obvio que hay asimismo
sitio para conversaciones sin controversia, del todo armoniosas; empero, estar
con ellos en paz perpetua sería un despropósito.
El culto al libro puede
servir para hermanar a los hombres, tornando viable una relación tan placentera
cuanto intelectualmente fértil. Estimo que las amistades fundadas en la
literatura tienen virtudes superiores a cualesquier otras. Yo supongo que,
sobre sus relaciones, lo mismo podría decir un coleccionista de frazadas o destapadores;
con todo, en principio, sus legítimas manías no suelen conducir a la
curiosidad, al pensamiento crítico. Uno de los que, en diferentes épocas, ha
fomentado esa ligazón, provocando acercamientos y estimulando pasiones, aun
admiraciones fanáticas, es el librero. Perderlo implica privarnos de una
fuente en la cual valores como el conocimiento y la crítica se hallan conectados
merced a ese lazo de fraternidad.
Nota pictórica. El lector es una obra que pertenece a István Nagy (1873-1937).
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