Rara vez sucede, sin embargo, que los hombres
vivan bajo la guía de la razón; sino que están conformados de tal suerte
que la mayoría son envidiosos y se molestan mutuamente.
Baruch
Spinoza
En sus Discursos sobre la primera
década de Tito Livio, encontramos al mejor Maquiavelo. Las páginas que
contiene dicho libro no responden al propósito de ganar privilegios, seducir a
gobernantes para gozar también del poder, aunque fuera éste arbitrario. No hay
un príncipe que deba ser instruido para ejercer su mando sin preocuparse por
ninguna restricción. La obra en cuestión despierta nuestro afecto por el orden
civilizado, las reglas republicanas, los principios que hicieron grande a Roma.
Esto no significa que su provecho resulte innegable sólo para esa época; por lo
contrario, la grandeza está en su trascendencia. Pienso, por ejemplo, en su
reflexión sobre cómo, al crear leyes, es necesario presuponer que todos los
hombres son malos. Se aconseja tomar precauciones, evitar un ambiente propicio
para incurrir en abusos. Por supuesto, no aludo a cualquier persona; mi premisa
pretende alertar en relación con los gobernantes. Cabe pensar, pues, que, sin
excepción, éstos son falibes, malvados y aun propensos al más furioso enloquecimiento.
Sucede que la irracionalidad, en general, incluyendo
sus dimensiones maléficas y perversas, no es una rareza cuando estudiamos
distintos periodos. En efecto, desde Calígula hasta Kim Jong-un, hallamos
cuantiosos especímenes que permiten la combinación de insania con mando
político. Es indudable que no todos han alcanzado los niveles de Nerón o Juana
la Loca; sin embargo, corresponde presumir la existencia del problema en algún grado
entre quienes ansían tener cargos gubernamentales. En esta línea, el ejercicio
de una magistratura se concibe como un hecho indispensable para notar su relevancia.
Por consiguiente, nada más razonable que encontrar sujetos proclives al
engreimiento y el desprecio por la mesura. Percibimos un distanciamiento de la
realidad que, paulatinamente, se desvanece ante sus ojos. Estando en esta
pervertida situación, lo único que nos pueden ofrecer son delirios, seguras
consecuencias de una inescrupulosa búsqueda del poder.
Salvo excepciones, más aún en Latinoamérica, los
gobernantes suelen servir como claros ejemplos del delirio de grandeza. Pueden
haber prometido, con juramento de por medio, que respetarían los frenos
colocados para evitar el absolutismo, limitando su poder, recortando
competencias e inmunidades. No obstante, en algún momento, movidos por las lisonjas,
o hasta sin mediar ninguna de éstas, se decantarán por creerse supremos.
Tendrán entonces el convencimiento de que los demás son tan inferiores cuanto
prescindibles. Sólo ellos, ya con el juicio maltrecho, alejados de la sensatez,
se considerarán insustituibles. Lo peor es que, por oportunismo, estupidez o el
motivo que fuera, habrá personas prestas a respaldarlos. Son los súbditos de un
monarca que, sin importar sus absurdos, lo defenderán para no enfrentarse con la
realidad, una penosa, signada por mediocridades del peor tipo.
Porque, en determinados casos, se vuelve posible
hablar de un desquiciamiento mayoritario. Ya no es un grupo reducido el que se
resiste a obrar con cordura. El escenario cambia a tal punto que lo excepcional
consiste en usar la razón. Empero, aun cuando se constituyera en una minoría,
su lucidez e inconformismo la impulsarán a no claudicar ante los que se rehúsan
al disciplinamiento lógico, moral o jurídico. No asevero que sea una misión
sencilla; cuando los disparates se han normalizado, contrarrestarlos parece
irrealizable. Mas hay siempre la esperanza de retornar por las vías del
raciocinio.
Nota pictórica. Extracción de la
piedra de la locura es una obra que pertenece a Jheronimus van Aken,
el Bosco (1450-1516).
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