La igualdad moral, la importancia primaria
igual de la vida de todos y cada uno, no significa que todos sean iguales en
otros aspectos.
Thomas
Nagel
En
1988, Leopoldo Zea publicó su provechoso Discurso
desde la marginación y la barbarie. Es un libro que, más allá de las críticas
relacionadas con la cultura, permite una reflexión sobre valores supuestamente
en disputa. Me refiero a un par que ha originado debates de indudable
relevancia: libertad e igualdad. En efecto, ese autor analiza la problemática
planteada por su aparente incompatibilidad, descartándola con solvencia. Es que
conseguir una no implica el desconocimiento o supresión de la otra. Sólo
quienes defienden una concepción absoluta de cualquiera podrían rechazar su
coexistencia, pues alegarían que toda limitación es imposible. En consecuencia,
un hombre libre no tiene por qué temer ni, menos aún, deplorar las pretensiones
igualitarias, salvo cuando éstas procuran conducirnos a la opresión.
Así como tenemos distintos valores, los cuales no son necesariamente
negados por la igualdad, encontramos diversas situaciones en que su presencia
se vuelve manifiesta, aunque tras mirar al prójimo. Sucede que, conforme a lo
señalado por Norberto Bobbio, no podemos entender ese concepto ni tampoco su
opuesto, la desigualdad, sin pensar en compararnos con los demás. En este
sentido, debe recordarse que, si bien tenemos elementos comunes, por lo que
puede hablarse hasta de un género humano, existen también diferencias del más
variado tipo. Es evidente que podemos hallar coincidencias gratas, tan
estimables como el aprecio por los libros o la repulsión frente a brutalidades
políticas; no obstante, las ruindades están asimismo en condiciones de
volvernos semejantes. No es suficiente la concordancia ni el desacuerdo; lo
fundamental tiene que ver con su cualidad moral.
La revisión del pasado, con sus guerras y, en suma, horrores diversos, posibilita
notar cuán sensato es reivindicar una igualdad de carácter jurídico-político.
Ciertamente, nada parece más elemental que esto, excepto si aspiramos a forjar
un orden en donde las condiciones mínimas para nuestro buen desenvolvimiento
sean cuestionadas. Con seguridad, es razonable tener una posición favorable a
esa idea, generadora del patrocinio a la libertad de pensamiento, expresión y
asociación, entre otras facultades tan básicas cuanto innegociables. Todos
deberíamos ser iguales respecto al reconocimiento de tales derechos, teniendo, por
ende, idéntica protección ante los abusos que sean consumados en su contra. Instaurar
un sistema sobre esta base no conlleva sino a convenir que tenemos la misma
esencia, condición, naturaleza o, si se prefiere una voz menos controvertida,
dignidad.
Pero no todos están satisfechos con una reivindicación moderada de la
igualdad. Efectivamente, se ha postulado que sea el valor supremo en cualquier
campo de la vida. Así, como si fuese algo siempre abominable, se condena al más
ínfimo indicio de la desigualdad, considerándola injusta en toda circunstancia.
Nadie discute que, por ejemplo, cuando se han forjado de modo arbitrario, las diferencias
socioeconómicas puedan tornarse debatibles; empero, sin mediar dicha situación,
no parece comprensible exigir el igualamiento en ese plano, imponiendo una
realidad uniforme. Puede formar parte de nuestros anhelos ideológicos; sin
embargo, ampliar la mirada igualitaria, acompañada por el ejercicio del poder, suele
dirigirnos hacia terrenos en los que sus exageraciones impiden el acceso a días
prósperos. Además, nunca olvidemos que las prédicas igualitarias han terminado
en el establecimiento de jerarquías inmutables e infames.
Nota pictórica. Niño y fuego es una obra que pertenece a
Jan Lievens (1607-1674).
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