Una democracia sin los requisitos de la
república liberal no es sino una dictadura plebiscitada. Un gobierno elegido y apoyado
por las mayorías se transformará en una dictadura en tanto cercene las
libertades y persiga a las minorías.
Juan José
Sebreli
La
fundamentación del poder, al igual que las alegaciones en torno a su
titularidad y los condicionamientos para ejercerlo, no se ha mantenido
invariable. Si revisamos nuestro pasado, encontraremos diversos criterios,
ideas que procuraban apoyar al gobernante por su fuerza, edad, supuestas virtudes mágicas o presunto contacto con los dioses.
No ha sido sencillo conseguir que, en el campo de la política, una legitimación
como ésa sea sustancialmente racional. Muchas personas hubiesen preferido
seguir con la entronización de guerreros, hechiceros, criaturas del Olimpo u
otros sujetos cuyo predicamento no radica en ningún ejercicio reflexivo. Sí,
fue difícil; empero, en sociedades sensatas, el respaldo de las
autoridades debe tener ese carácter. Por supuesto, este asunto no
concluye con el reconocimiento de tal
común denominador, ya que,
siendo los hombres desiguales entre sí, habrá diálogos, debates y hasta
polémicas para determinar cuál es la razón valedera.
La democracia puede ser concebida como un medio que permite zanjar esa
controversia de ideas o propuestas políticas, legitimando, por consiguiente, a ciertos individuos para el ejercicio del poder. Lo deseable, aunque no por
ello frecuente, es que en esa elección se consideren prioritariamente los mejores
planes, así como las actitudes compatibles con la decencia. Es innegable que, frente a dictaduras militares o despotismos de orden
civil, abogar por el sistema democrático debe juzgarse necesario, incluso
imperativo. Pero la existencia de sus virtudes no tiene que llevarnos al fanatismo. Nadie asegura que
haya infalibilidad en ese cometido; por el contrario, los errores al respecto recargan
nuestra historia. La lista de tiranos y regímenes perversos que merecieron los
favores de las urnas es extensa. No cabe, pues, la divinización de sus postulados
ni, peor todavía, del mortal que resulte victorioso en esas lidias.
Tal como lo hicieron los humanistas del Renacimiento, desde Petrarca hasta
Boccaccio, el conocimiento del mundo antiguo puede ser útil para mejorar
nuestro presente. Lo apunto porque el
riesgo de un “despotismo democrático”,
conforme a John Adams, puede contrarrestarse
gracias a una invención que tiene ya cuantiosos siglos: la república. En
efecto, teniendo como finalidad esencial la limitación del poder, el rechazo a
las tiranías, sean éstas solitarias o mayoritarias, fabricando un gobierno de leyes, ofrece lo necesario para exigir su presencia
entre nosotros. Con seguridad, mientras estuviese vigente, nos salvaría de
abusos que fuesen perpetrados bajo la excusa
del bien común. Porque, forzosamente, cuando es auténtica, su
andamiaje trae consigo la protección del individuo, levantándose
instituciones que no tienen sentido sino al procurar este objetivo.
La preocupación por los asuntos
públicos, sin llegar a las exageraciones propias de hombres con esa única
obsesión, es una virtud tan republicana cuanto democrática. Las personas que
desprecian ese tipo de atenciones son quienes, tarde o temprano, con su
omisión, provocan calamidades en su sociedad. No demando que la política, con
sus correspondientes actuaciones cívicas o aun movilizaciones callejeras,
sea siempre parte esencial de nuestras vidas. Es sólo una dimensión, si bien
muy relevante, que no debe causar
ningún desdén por las demás. No obstante, pensemos en hacer lo indispensable para evitar que, como pasó en otras épocas,
uno o más demagogos, alegando ser la encarnación de las masas, liquiden cualesquier derechos.
Nota pictórica. Borgia y Maquiavelo es una obra que
pertenece a Federico Faruffini (1831-1869).
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