Y en fin, ¿cómo
propugnar robinsonismo intelectual alguno sin caer en el mayor absurdo?
Roberto Fernández Retamar
El año 1771, en Estrasburgo, cuando contemplaba su catedral, Goethe tuvo
la convicción de que no se hallaba frente a una obra cualquiera. Es cierto que,
técnicamente hablando, el edificio era gótico, contando con las características
correspondientes, lo cual podía ser motivo suficiente para su elogio. No
obstante, mientras lo admiraba, le fue revelada una cualidad hasta entonces
ignorada por él: su pertenencia a la cultura alemana. Se trataba, pues, en su
criterio, de una creación del espíritu que sólo podía darse gracias a esa
nación. Así, tal como lo hicieron los románticos del siglo XVIII, el alma
colectiva o genio de la nación, entre otras denominaciones, fomentaba la
existencia de sociedades supuestamente superiores, pero también nocivas.
Porque, bajo el pretexto de preservar lo propio, se perjudica a individuos que
conforman esas mismas comunidades, impidiendo ampliar su mirada, diversificar
placeres y contrastar ideas.
Naturalmente, una concepción como ésa, capaz de
consagrar la diversidad y desestimar las coincidencias, incluso despreciarlas, no
podía acompañar siempre al antedicho pensador alemán. En 1827, entretanto leía
una novela china, tuvo otra especie de epifanía. Notó entonces que, pese a las variaciones
de tiempo o espacio, él podía sentir cercanía con ese texto asiático. Se
trataba de una proximidad que podía ser experimentada por cualquiera, siempre y
cuando nos resistiéramos a prejuicios e insensateces análogas. Había elementos
que tornaban posible esa relación de armonía, justificándose hablar de una
literatura universal. Desde entonces, contradiciendo los postulados de Herder, adoptó
una postura que cabe todavía reivindicar. El aprecio por una cultura en donde
la razón no sea detestada, además, en la que pensar forme asimismo parte del fenómeno
artístico, nos impone tal tarea.
No discuto que las circunstancias, sin importar su
tipo, influyan en los individuos y, por supuesto, sus sociedades. Siendo los
hombres diferentes entre sí, lo razonable es que sus asociaciones admitan
desemejanzas. Ello se reflejará en los problemas que enfrentan, así como las
soluciones pensadas para su finalización. Asimismo, en el asunto aquí tocado,
esas particularidades podrán tornarse perceptibles al momento de la creación
literaria. En este sentido, no sólo es comprensible, sino también provechoso el
hecho de tener distintos estilos, escuelas, corrientes, merced a las cuales disfrutemos
del mundo forjado por ellos. Mas reconocer lo positivo de dicha diversidad no implica
que neguemos aspectos comunes. No aludo a reglas formales, esas preceptivas que
procuran disciplinar al artista para gozo del crítico; la cuestión es más
generosa. Existen elementos que pueden servir para relacionar a Voltaire con Jorge
Edwards, por ejemplo, denotando su pertenencia a una misma cultura.
Los rabiosos enemigos de Occidente han propugnado,
entre otros despropósitos, la descolonización, promoviendo hasta el rechazo a las
obras que se reputan como clásicas. Ellos creen que deben ser leídos únicamente
autores nacionales, quienes serían una suerte de instrumento para la expresión
del alma patriótica. Olvidan que, aunque sea griego, Homero es fundamental para
entender la condición humana. Esto mismo puede sostenerse en los casos de
Dante, Confucio, Tolstoi, Cervantes o Shakespeare. Su lectura es, por consiguiente,
tan necesaria cuanto relevante para terminar con las mezquindades y los
envanecimientos que, en varias oportunidades, nos han conducido a la violencia.
Nota pictórica. El
retrato de Goethe que ilustra la composición es una obra que pertenece a Joseph Karl Stieler (1781-1858).
Comentarios