Hay hombres célebres;
los hay que merecen serlo.
Gotthold
Ephraim Lessing
El talento no es
suficiente para garantizar que un escritor sea valorado entre sus
contemporáneos ni, menos todavía, recordado por las generaciones futuras. Son
cuantiosos los autores que, pese a sus magistrales aptitudes, carecieron de
todo prestigio. A veces, el reconocimiento llega tras el deceso, luego de que
quien se esforzó por construir obras perdurables ya no percibe sus secuelas.
Puede ocurrir también, como con Friedrich Nietzsche, que la fama arribe casi al
final, quedando privada de sus placeres, por lo cual origine desprecio. Sin
embargo, hallamos asimismo individuos que fueron estimados en su real
dimensión, motivando concordias al respecto. Su genio habría sido resaltado con
acierto. Pero no basta con repetir este juicio, salvo para los esnobistas e
impostores; se hace necesario que intentemos la explicación de su grandeza.
Ello es válido hasta cuando se trata de un gigante como Jorge Luis Borges,
muerto hace tres décadas.
Si bien la realidad argentina no le resultó indiferente para sus composiciones,
pues, por ejemplo, la figura del gaucho fue considerada en diversas páginas,
Borges ha sido un autor al que, con justicia, se debe calificar de universal.
Éste es un primer alegato en su favor. Es cierto que su aprecio por la
literatura occidental, encontrándose también aquí la filosofía, tiene gran
valor al momento de identificar sus predilecciones; empero, Oriente no le generó
tedio. Sucede que no sólo existen líneas que dedica a Dante, Cervantes o
Shakespeare, sino igualmente a Las mil y
una noches, evidenciando su desinterés por las restricciones geográficas.
Esta particularidad, que no se nota en varios de sus colegas, incluyendo a escritores
del “boom” latinoamericano, sumada a los temas escogidos para ser narrados,
reflexionados o expresados líricamente, deja ver una huella que, con
originalidad, ha marcado el mundo de las letras.
Son distintos los campos del saber que se han alimentado de sus creaciones.
La literatura de naturaleza reflexiva, ésa que se resiste a las trivialidades,
ha tenido a nuestro autor como fuente capital. Acentúo que, desde la década del
sesenta, siglo XX, los libros que estudian su producción o, como pasa con
Foucault en Las palabras y las cosas,
parten de sus textos para plantear una teoría independiente, pueden contarse
por montones. Esto se explica por la riqueza de aspectos que son tocados en sus
ensayos, cuentos y poemas. Por cierto, Mario Vargas Llosa acertó al apuntar
que, para Borges, no había tramas, sino argumentos. Por supuesto, más allá del
placer de leer su español, el más económico y atildado del cual tengamos
noticia, las meditaciones que produce son inagotables, sea en la filosofía o
los dominios de lo artístico.
Borges sostuvo que, ante todo, era un lector agradecido. Si uno revisa su
obra, queda la certeza de que fue un genuino bibliófilo. Es verdad que, desde
niño, estuvo rodeado de libros, incitado a ejecutar esos menesteres, mas nadie
lo obligaba a sentir enormes dichas al hacerlo. Su gozo se advierte, entre
otras cosas, cuando dedica poemas a literatos, aún pensadores como Spinoza, que
despertaron o ampliaron -si esto era posible- su devoción por la literatura. Él
dijo que “vida y muerte” habían faltado a su vida; sin duda, las bibliotecas lo
compensaron muy bien. Con seguridad, su distinguida escritura habría sido
inconcebible sin la pasión estimulada por los autores a quienes admiró. Haberse
destacado como escritor es la mejor muestra de gratitud intelectual que pudo
hacer.
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