La desconfianza
justificada frente a todo moralizar no procede tanto de la desconfianza ante
los patrones del bien y del mal, cuanto de la desconfianza ante la capacidad
del hombre para el juicio moral, para juzgar acciones bajo el punto de vista de
la moral.
Hannah Arendt
Hace 150 años, en
una carta dirigida a Carl von Gersdorff, Friedrich Nietzsche sostuvo que no tenía
sino tres recreaciones: Schopenhauer, la música compuesta por Schumann y,
además, sus paseos, tan prolongados cuanto gratos. Así, con modestia, se nos
presentaba un veinteañero que, hasta entonces, no había escrito sus textos
capaces de perturbar al prójimo, desafiándolo, exigiéndole autocrítica, mas igualmente
generando tergiversaciones e incontables apasionamientos. Su futuro sería un
gran ejemplo de cómo alguien puede ser desdeñado en vida (al menos, mientras
ésta fue regida por la cordura), pero, después, casi reverenciado, aunque
gracias a más de una exageración. En cualquier caso, frente a su obra, relamida
por intérpretes de toda calaña, no cabe la indiferencia.
Nuestro filósofo nació el 15 de octubre de 1844. Desde la infancia, fue una
persona con dolores de cabeza, malestares estomacales, entre otras afecciones. Destaco
esto porque tiene relevancia, tanto como su decadente vista, para entender el
estilo que lo caracterizó. Pasa que, desde 1878, con el libro Humano, demasiado humano, Nietzsche
recurrió al aforismo para formular sus ideas; escribía poco porque sus padecimientos
no le concedían más tiempo de gracia. Los problemas de naturaleza fisiológica
fueron tan severos que, en 1879, abandonó su cátedra en la Universidad de
Basilea, donde había enseñado durante una década. Sin esa obligación, produjo geniales
obras; empero, en enero de 1889, su lucidez se agotó. La muerte lo halló en un
manicomio, el año 1900, donde recibió los cuidados de su ejemplar madre,
Franziska, y Elisabeth, indeseable hermana que lo usó sin pudor alguno.
El cuñado del consabido pensador, Bernhard Förster, fue un feroz
antisemita. Su fanatismo era grave, desquiciado como todos, llegando a fundar
una colonia en Paraguay para demostrar la supuesta superioridad racial de la
cual era defensor. El proyecto, denominado Nueva Germania, fracasó de manera
categórica. Evidenciado el descalabro, su creador se suicidó; no obstante, la
viuda mantuvo aprecio por esas ocurrencias indignantes y homicidas. Por esta
razón, no tuvo ningún inconveniente en permitir que los militantes del
nacionalsocialismo utilizaran a Nietzsche, presentándolo como precursor de sus
imbecilidades. Así, escogieron fragmentos, fundamentalmente del incompleto
libro La voluntad de poder, evitando
difundir las críticas que, desde 1873, tenía en torno a la cultura alemana. Por
cierto, sin eufemismos, cuestionaba hasta la forma de comer de sus
compatriotas. Por desgracia, la relación de sus reflexiones con las infamias
del Tercer Reich contribuyó a su desprestigio.
Conforme a lo anotado por Bertrand Russell, el pensamiento de Nietzsche
puede ser explotado principalmente en dos campos, a saber: ética y crítica
histórica. Nuestro autor ha sido, ante todo, como lo fue Byron, un partidario
del anarquismo aristocrático. No gustaba del igualitarismo ni veneraba el
Estado. Le agradaban los espíritus libres, pero pretendía también que fuésemos autónomos,
legisladores, incluso en el ámbito moral. No era, pues, como afirman varios
soldados del posmodernismo, alguien a quien le resultaran indistintas las
categorías de bien y mal. Quería terminar con los valores cristianos, que
juzgaba enemigos de la vida, y forjar otra moralidad. Merced a ello, la llegada
de hombres superiores, en términos espirituales –jamás raciales–, sería
factible. Un fin noble; sin embargo, en tiempos del imperio de las masas,
irrealizable.
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