Quiérase o no, todo hombre
tiende a considerar el dolor como un camino hacia la pureza, como una simple
etapa en su evolución, porque hasta ahora nadie ha podido aceptarlo como un
estado natural.
E. M. Cioran
La falta de confianza,
esperanza u optimismo en torno al hombre puede ser devastadora. No me
refiero a molestias que surgen cuando las idioteces del prójimo superan
cualquier previsión. Nadie está libre de aborrecer a quienes perjudican mientras
uno busca días mejores; empero, ello no suele implicar el desprecio por todos los
demás. Son pocos los momentos en que se aviva esa repulsa, creciendo hasta no
dejar sitio para la fraternidad. Al estar en una situación así, perturbados por
las terribles decisiones que, como guerras, hambrunas o genocidios, otros
tomaron, la decepción es posible. Nos volveríamos entonces partidarios del
pesimismo de Cioran, en cuya opinión, bastante radical, los inconvenientes
comenzarían con nuestro propio nacimiento. Es difícil hallar palabras de
aliento entretanto se advierten las perversidades que nos caracterizan.
Si, tal
como es entendida por Bertrand Russell y otros filósofos, la guerra es un acto
de barbarie, las dos conflagraciones mundiales del siglo XX evidenciarían
nuestra peor faceta. Sin embargo, no fueron los únicos sucesos que desnudaron debilidades
y vilezas del hombre. No debemos esforzarnos demasiado para notar problemas de
inseguridad que nos amargan a menudo. Pero, aun cuando parezca raro, esas
mismas circunstancias brindan la oportunidad de reflexionar sobre la especie. Porque
el contacto con la brutalidad puede ser útil para rectificar los errores que,
en varios casos, han sido homicidas. Pienso en esto al leer Voces de
Chernóbil, libro escrito por Svetlana Alexievich.
Hace casi
treinta años, el 26 de abril de 1986, se produjo una inquietante catástrofe. La
jactancia humana de controlar el átomo fue duramente afectada. Ocurre que un
reactor situado en una central nuclear de Ucrania, entonces territorio
soviético, explotó, causando daños severos e inagotables. Fue la calamidad más
grande que, en la pasada centuria, haya sido provocada por la tecnología de
fines pacíficos. En decenas de kilómetros alrededor del accidente, las víctimas
experimentaron diversos males, desde una pavorosa expansión del cáncer hasta
trastornos psiquiátricos. El desastre desnudó las miserias de un régimen
comunista que, en principio, hizo lo imposible por ocultar la gravedad del
caso. Como era un reconocimiento de su fracaso, engañaron a muchas personas, incluidos
militares y civiles, quienes acudían al lugar del siniestro con medios
rudimentarios. Para los camaradas que mandaban, escobas y vodka eran
suficientes, pues la valentía sobraba. Nunca antes se hizo propaganda del
heroísmo de modo tan ruin.
Si bien es
cierto que pobladores de zonas contaminadas por el desastre fueron desalojados,
usando la fuerza pública para conseguirlo, su retorno se hizo efectivo. Aunque suene
increíble, pese a la radiación aún reinante y sus consecuencias para el
organismo, existe gente que vive allí. Según los testimonios recogidos por
Alexievich, sus razones son distintas. Hay individuos que prefieren un panorama
casi fantasmal, en cuanto a los habitantes, al terror desencadenado por la
violencia, así como cualesquier peligros ligados a nuestras sociedades. Además,
se habla del apego a una tradición que ni siquiera las enfermedades terminales
pueden mitigar; las pestes modernas no serían tan fuertes. Notamos, por último,
una dosis de fatalismo que muestra a un sujeto servil al destino, permitidor
del orden anhelado por los autócratas. Es innegable que sus posturas son
también el reflejo de nuestra insondable y contradictoria humanidad.
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