La generación americana lleva inoculados en su ser los hábitos y
tendencias de otra generación.
Esteban
Echeverría
Sin importar la época en que se lo someta a examen,
el descubrimiento de América es un acontecimiento tan formidable cuanto
excepcional. La gesta de quienes, impulsados por variados móviles, lograron esa
travesía es merecedora del asombro. Siendo posibles el ahorro de peligros y la
conservación del ambiente que conocemos, efectuar dicha proeza no se convierte
en un hecho menor. Con todo, sería una equivocación limitarse a señalar virtudes
como la del heroísmo, intrepidez o el simple gusto de ser aventurero. Pasa que
el arribo de Colón trasciende las dimensiones del fenómeno geográfico; nos
sitúa frente a un proceso mucho más generoso. Porque hay sujetos que encuentran
allí base para diversas interpretaciones, las cuales pretenden dar una
explicación de naturaleza cultural, engendrando posturas dignas del debate.
La llegada de los españoles
puede ser entendida como una expansión del mundo occidental. Según este dictamen,
ese suceso implicaría la incorporación a una civilización que, sin duda, nos ha
deparado distintos beneficios. Es indiscutible que, como ha ocurrido en
circunstancias similares, el desmoronamiento de los regímenes precolombinos
conllevó violencia, ejerciéndosela también durante la colonia. Por más
cristiano que haya sido el discurso del conquistador, los hechos demuestran la
realización de otros cometidos. No obstante, para Gabriel René Moreno, Manfredo
Kempff Mercado y Jorge Siles Salinas, entre otros pensadores, eso era incapaz
de ensombrecer aquella conexión con Europa. Así, ese proyecto de convivencia
que tiene como aspectos primordiales a la cultura grecorromana y el acervo
judeocristiano, allende otros postulados, nos resultó accesible.
Aunque igualmente
partidarios de Occidente, Sarmiento y Alberdi, por su parte, criticaron el
legado español. Conforme a esta óptica, males como el dogmatismo y la pasión
por las regulaciones superfluas, para mencionar algunas sombras, eran una
herencia que impedía el progreso. Estos juicios coincidieron con la época
posterior al tiempo independentista. Lo que correspondía era emular a los
representantes de la América inglesa. Ellos habían conseguido el levantamiento
de un país que ya provocaba sinceros elogios, como los del gran Tocqueville.
Les parecía, por lo tanto, deseable la observación y el seguimiento de pasos
que, en diferentes ámbitos, habían llevado a cabo para mejorar como sociedad.
Siendo parte de la misma civilización, se creía que su republicanismo e
individualismo, por ejemplo, tendrían consecuencias similares.
Por supuesto, no todos estiman que 1492 fue un
año favorable a esta parte del planeta. Para quienes defienden este parecer,
relacionado con una corriente denominada Filosofía de la liberación, lo que se
produjo fue un encubrimiento cultural, como manifiesta Dussel. No se habría
descubierto ni, peor todavía, respetado nada que constituía esa realidad
continental. Pero, de acuerdo con esa lógica, respaldada asimismo por Juan
Carlos Scannone, el problema no terminó ahí. En su criterio, tras la
colonización española, se consumaron dos más, una ilustrada (fundamentalmente,
francesa e inglesa, que permitió la emancipación política) y otra cultural, la
cual tendría como principal agente al país de George Washington. Por ende,
durante todo este tiempo, no se concretó el encuentro de la identidad que
debían aceptar los latinoamericanos. Una inquietud válida; empero, habría sido
imposible de concebir sin la filosofía, otra ventaja que nos llegó gracias al proceso
colonial.
Nota pictórica. La
lucha es una obra que pertenece a Hans Feibusch (1898-1998).
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