Todo grande hombre es una grande idea
encarnada.
Franz
Tamayo
El desprecio por las ideas es un camino seguro al
infortunio. No hay esfuerzo intelectual que, sin importar su campo, resulte
inútil para el crecimiento. Siguiendo esta línea, progresar es factible cuando
estimamos esos quehaceres del espíritu. Es la vía que presenta errores, tanto
ajenos como propios, los cuales no perderán fuerza mientras nos mantengamos
lejos de tales prácticas. Son reflexiones, conceptos o especulaciones, las que
posibilitaron nuestras gestas en distintos ámbitos. El modo en que nos
organizamos respecto al poder, por ejemplo, es producto de razonamientos
relacionados con la política. La democracia no ha sido una revelación del cielo
ni, menos todavía, un dictado de los instintos naturales. Como sucedió con
otros regímenes, ese sistema dimanó de la mente humana, cuyas nociones fueron
discutidas hasta lograr las voluntades requeridas para su realización.
Nada tan preocupante como notar, con
frecuencia, el bajo nivel de políticos, oficialistas u opositores, que aspiran
a conducir los negocios del Estado. No aludo sólo al desconocimiento de normas
que regulan su oficio; aunque esto es lamentable, también pernicioso, existen otros
saberes más relevantes. Porque, al margen de las cuestiones técnicas, nos
encontramos con teorías que han sido forjadas para prever y solucionar
conflictos ligados a la convivencia. Notables individuos trabajaron con el fin
de fundamentar derechos, deberes e instituir restricciones a quienes ejerzan
funciones gubernamentales. Aun cuando, para su materialización, hubiesen sido
acompañadas de acciones, fueron ideas las que crearon un escenario en el cual
nuestra propia dignidad sea respetable. Teniendo la guía exclusiva de las
vísceras, es ilusorio que concretáramos esa genuina evolución.
La existencia de políticos renuentes
al conocimiento no es un fenómeno que sea incompatible con la realidad. Se lo
debe concebir como una consecuencia de vicios, deficiencias, taras sociales. Si
un conjunto de sujetos tiene a la incultura como principal coincidencia, nada
más previsible que se decante por quien posea ese malhadado problema. En
democracia, un riesgo es colaborar a los que juzgamos nuestros semejantes, quienes,
en ocasiones, pueden constituirse en la peor opción. Coincidir con un rechazo
mayoritario a las tareas del pensamiento no significa, desde ninguna
perspectiva, que alguien sea merecedor de los favores electorales. Es preciso
que se modifiquen los paradigmas en ése y otros terrenos; usando el mismo
sendero, prevemos únicamente la llegada de diferentes desgracias.
Por suerte, salvo que se combine con
una idiotez suprema, el problema puede resolverse. Su vigencia no es un mandato
de los astros ni la inconmovible condena del destino. Tal como se cayó en ese
foso, es posible abandonarlo, aunque sea mediante una escalada compleja. Debe
tenerse presente que muchos reivindican su permanencia en una censurable
obscuridad. Con todo, para lograr ese objetivo, beneficioso desde toda óptica,
es necesario que las personas cambien criterios empleados cuando lanzan juicios
de valor. En otras palabras, la elección de mortales que cuenten con otras
cualidades conlleva forzosamente una conversión cultural. No se desconoce que,
para cualquiera, la tarea es titánica y capaz de provocar numerosos
desalientos. Pasa que abolir creencias, prejuicios e insensateces varias no es
un tema menor. Pese a lo arduo del desafío, nuestro sosiego depende, con
regularidad, de su vencimiento. No cabe continuar con el conformismo.
Nota pictórica. El
joven dibujante es una obra que pertenece a Wallerant Vaillant (1623-1677).
Comentarios