Ésta es la máxima esencial que deberá orientar al político moral: si en
la consolidación del Estado o en las relaciones entre Estados, hay vicios que
no pudieron evitarse, es obligatorio, en especial para los gobernantes,
remediarlos tan pronto como sea posible…
Immanuel Kant
La naturaleza no impone a las personas ninguna clase de asociación;
cuando esto se consuma, tiene como justificación el más franco e innegable
interés. Yo no estoy obligado a relacionarme con alguien que, mediante sus conductas
o aun ideas, procura la devastación de condiciones en las cuales me siento a
gusto. Anular esa libertad es atentar contra uno de nuestros mayores tesoros;
las imposiciones en ese campo son un agravio que no merece la indulgencia. Pese
a su importancia, no descarto que, al momento de establecer lazos con los
demás, muchos hombres sean dominados por caprichos e impulsos meramente
viscerales. Desde su perspectiva, las reflexiones al respecto serían
superfluas. El punto negativo es que, procediendo de este modo, nos condenamos
a convivir con facinerosos, ilusos y cretinos. En consecuencia, nuestro
bienestar demanda que no gestemos ataduras de forma arbitraria. Será siempre
útil subrayar que un hombre puede ser estimado de acuerdo con sus elecciones,
sean éstas conceptuales o prácticas. Como explicó Sartre, estamos solidarizados
con el pasado, sin tener exclusión alguna, por lo que cada una de esas
decisiones nos acompañará hasta cuando llegue la hora del fin. Esto vuelve
imperioso que no actuemos con ligereza frente a la oportunidad de acercarnos al
prójimo. Es una máxima que debe servirnos a todo nivel.
Si bien la diplomacia suele ser un ejercicio refinado
del cinismo, una invención relevante para evitar el desprecio violento por lo
exótico, los individuos deben exigir el
respeto a ciertos límites. Conceder esa potestad exenta de cualquier trabazón,
no sólo legal, sino también cultural, conlleva un peligro mayúsculo. Es que,
cuando se permite a un burócrata obrar a discreción, nada loable puede surgir. La
regla es que su función se convierta en una satisfacción inescrupulosa de los
antojos menos decentes. Aunque nos equivoquemos, se aconseja predecir que aprovechará
el menor descuido de sus semejantes para desgraciarlos. Tomadas las
precauciones correspondientes, incluyendo la contingencia de un castigo
ejemplar, nuestra lidia con esos sujetos se torna más efectiva. Para ello, debemos
tener presente lo que funda la convivencia. Me refiero a las convenciones que,
por varias generaciones, orientan cuando se intenta un ejercicio de reflexión
colectiva. Es lo que hace posible recordar el motivo gracias al cual no
promovemos una revolución. El apego por esos puntales teóricos nos inhibe, por
tanto, de plantear la transformación radical. Porque toda sociedad organizada,
tanto política como jurídicamente, cuenta con valores, principios e ideales que
ningún gobernante debería desdeñar, peor todavía contradecir. Ésta sería la
columna vertebral de un proyecto que aúna hombres, enlazando voluntades para
posibilitar su realización.
Las relaciones de un Estado deben reflejar su defensa
del ideario abrigado por quienes lo crearon. Esto implica la existencia de
diversos criterios que servirían para justificar un vínculo internacional. En
este panorama variopinto, reflejo de intereses que los ciudadanos aprecian al
realizar sus distintas actividades, se aconseja no desatender ningún enfoque. No
obstante, si se pide priorizar alguno, merced al que resulte determinante la
celebración de un acuerdo, debe pensarse en términos ideológicos. Acontece que,
conforme a esta óptica, no corremos el riesgo de ser cautivados por placeres
tan materiales cuanto fugaces. Quienes apuestan por una diplomacia fundada sólo
en convenios de tipo económico, relegando las otras especies, incurren en un
disparate descomunal. Siguiendo este rumbo, se llega al extremo de cambiar
creencias y perder dignidades solamente por recibir migajas. No se trata de
reivindicar un moralismo riguroso; el desafío es acentuar que hay contactos
inconciliables con una sociedad. Empleando esta lógica, mientras nos topemos
con culturas que, por medio de sus rectores, celebran ruindades e incitan al
abuso, debemos elegir el distanciamiento. Como sucede con los individuos, un
Estado será objeto de censura por no tener problema en propiciar esas alianzas.
Son varias las naciones que, a través de sus ciudadanos,
hicieron posible que avanzáramos. Aun cuando los heraldos del posmodernismo lo
nieguen, advertimos una evolución que abona un optimismo mesurado. Sin embargo,
por sus aportes a la consolidación de un orden liberal, Estados Unidos merece
una estima especial. No se ignoran las sombras que tiene su historia; hasta en
esas tierras propicias para la prosperidad, los oprobios se han presentado con fuerza.
El mérito está en no haber abandonado la lucha contra las injusticias, una
contienda que nunca tendrá fin. Es lo que mandan sus postulados, pero que, por
desgracia, algunos estadistas se resisten a considerar. Esto se demuestra con
las tontedades que se cometen en el ámbito de la diplomacia. Pasa que la proeza
de ese país es mancillada cada vez que se asocia con regímenes tiránicos, desde
China hasta Cuba, contrarios a sus principios elementales. Las personas que
forjaron esa idea de nación, fundamental para el progreso del mundo occidental,
veneraban la libertad. Aun la felicidad, patrocinada por Thomas Jefferson, uno
de sus notables gobernantes, se concibió en conexión con ese valor. En este
sentido, ni siquiera pretextando un alivio momentáneo, no es admisible que se lo
transgreda. Proceder de manera contraria es un insulto a quienes, en diferentes
épocas, salvaguardaron esa tradición. Su propósito era pugnar por una realidad
sin despotismos.
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