¿Creéis que el Melgarejo del sexenio hubiera sido lo que fue si en todas
las frentes hubiera leído la reprobación, si en todas las miradas hubiera visto
el destello de la indignación, y si en todas las conciencias hubiera adivinado
el anatema?
Thajmara
Al revisar la historia de Bolivia, como, en general, pasa con aquélla
que pertenece a naciones del Tercer Mundo, uno encuentra gobernantes
pintorescos, dicharacheros, cómicos, aunque también sanguinarios, monstruosos y
preponderantemente perjudiciales para sus conciudadanos. Con seguridad, en ese
campo, la monotonía no es una de las características primordiales. Ningún individuo
que osara resumir el pasado sufriría por ese problema conocido como
aburrimiento. Pero el precio de tal peculiaridad es elevado, pues, mientras más
llamativas sean las autoridades, mayores serán los desbarajustes e insensateces
que produzcan. En este orden de razonamiento, resulta preferible el tedio que
traen consigo hombres sin atributos espectaculares, esa gente con la cual es
posible una convivencia civilizada. Seguir un camino distinto nos coloca en una
situación de alto riesgo. Como sucedió en diversas oportunidades, podemos
hallarnos bajo el dictado de bufones, cuya imprudencia conduce a la miseria.
Vale la pena indicar que, como, en política, no existe circo eterno, esas
ocurrencias se convierten en ataques a quienes contradicen al régimen. Llega
entonces la hora de presenciar abundantes bestialidades que son perpetradas en
nombre del autócrata. Resumiéndolo, salvo escasas excepciones, no se halla
líder carismático que, cuando alcanza el poder, promueva la instauración de un
sistema en donde sean factibles las discusiones en libertad.
Por las incontables difamaciones que recibió, Mariano
Melgarejo Valencia se destaca en la lista de políticos dignos del oprobio. Las
razones para su desprestigio son tantas que sus apologistas sólo tienen cabida
en un escenario donde la demencia sea corriente. Apunto que, al lanzar esta
condena, no pienso en sus declaraciones ingeniosas, porque muchas me parecen
poco creíbles; recuerdo los despropósitos administrativos y las agresiones
cometidas durante su presidencia. No hay hipérbole al asegurar que fue un
cretino de alto vuelo. Con todo, pese a sus defectos bastante conocidos, ese
sujeto rigió los destinos de un país desde 1864 hasta 1871. No tuvo una estadía
fugaz en Palacio Quemado; al contrario, comparado con los demás, es uno de los
que, desde la perspectiva del tiempo, merece un trato privilegiado. Por este hecho, que no es menor, se despiertan preguntas acerca de su permanencia. Es
que, si bien, recurriendo a la fuerza, se puede consumar un derrocamiento, ésta
no sería suficiente para conservar el poder. Se hace preciso que otro elemento
de importancia, la voluntad del ciudadano, tenga asimismo vigencia. Esto
significa que, aun cuando el terror ejercido por su Gobierno fue grande, no
faltaron las personas dispuestas a respaldarlo. Sin ese sometimiento, esa
comodidad con el despotismo, los años de su mando son inexplicables.
En 1916, don Alberto Gutiérrez publicó la obra El melgarejismo antes y despúes de Melgarejo.
Varias de sus páginas invitan a reflexionar, con seriedad, sobre la política en
esta nación. No obstante, el capítulo siete justifica una meditación especial.
En ese apartado, el autor trata de responder por qué alguien como Melgarejo
gobernó durante seis años. No se busca una respuesta para enjuiciar a la sociedad
de su tiempo; es más, hasta podría prescindirse del mencionado tirano. Lo que
se intenta es entender el apoyo brindado a un proyecto autoritario, populista y
bárbaro. Resalto que, según ese gran intelectual, una de las causas capitales es
el oportunismo. Acontece que, para cuantiosos mortales, la civilidad de un
gobernante es irrelevante. No tendría sentido reivindicar el imperio de la ley
ni, peor aún, precepto moral alguno. Lo único que consideran es la utilidad del
dictador. Sólo cuando éste no sirve a sus intereses, enviándolos al exilio o
privándolos del puesto con el cual se enriquecían, son desencadenadas las
críticas. Caído el caudillo, sin ninguna demora, se ofrecen al sucesor, prometiendo
lealtades que nunca cesarán. Esa índole de actitudes hizo que los
cuestionamientos no fuesen uniformes, retardando el exterminio del régimen. Está
claro que no son pocos los hombres a quienes les preocupa exclusivamente su
fuente de riquezas, por la cual eliminan cualesquier escrúpulos.
El citado opresor del siglo XIX mandó durante un
sexenio; sin embargo, su práctica de la política no desaparece hasta hoy. Es
imposible señalar una sola época en la que los oportunistas hubiesen sido
proscritos del manejo de las cuestiones públicas. Ellos son los que trabajan
para elogiar al tirano, justificando sus abusos con absurdos y fantasías del
peor tipo. Nada es descartable si hace viable la tutela del gobernante.
Salvarlo es prolongar la satisfacción de las necesidades individuales. Pueden
actuar a título personal o grupal; lo fundamental es alimentar la sumisión al
orden que impera. Para ello, se pregonan mentiras ya voceadas en el tiempo de
Melgarejo, tales como los beneficios que, merced a él, reciben las clases
populares. Porque la demagogia, junto con los consecuentes derroches, es un
medio que asegura todavía el encantamiento de incalculables semejantes.
Levantado el altar, cabe la veneración y las luchas que se deben librar en su
favor, liquidando opositores, partidos e instituciones. No debemos olvidar que,
por regla general, el populismo tiene como principal acompañante al
autoritarismo. Ese discurso en pro de las mayorías menos afortunadas motiva
simultáneamente los embates contra el que impugne sus medidas, incluso cuando
las voces disidentes son multitudinarias. Pasó hace 150 años, evidenciando
todos sus males; empero, la realidad nos muestra que su repetición no conoce
del hartazgo.
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