El mundo está gravemente enfermo de incredulidad y correlativamente de
feroces dogmatismos.
Ernesto Sabato
Aunque pueda multiplicar sus preocupaciones, agobiándolo frente a
interrogantes y paradojas, el pensamiento es una de las facultades más valiosas
del hombre. No desconozco los beneficios que uno encuentra gracias a otras potencias.
Desde hace mucho tiempo, la racionalidad ha demostrado su ineptitud para
garantizarnos, por sí sola, una vida que se considere feliz. Teniendo nuestra
naturaleza facetas que no responden a esos dictados, cuya obediencia se vuelve
hasta imposible en determinadas circunstancias, evitar la divinización de las
reflexiones es un acierto. Los caminos que conducen al bienestar no tienen
siempre a la lógica como guía. Sin embargo, esto no equivale a despreciar los
ejercicios del intelecto, la búsqueda de respuestas, el heroico esfuerzo por
disminuir las dudas que nos acompañan con obstinación. Estas labores, tan productivas
cuanto forzosas –salvo para quienes prefieren una existencia sin pretensiones
de progreso–, se realizan cuando consumamos esa noble práctica que fascinó a
incalculables personas desde la Antigüedad. Procediendo de esta manera, no
aseguramos la falta de problemas en lo venidero, pero conseguimos algo que
resulta inconmensurable: un medio eficaz para enfrentarlos. No se concibe
ninguna dificultad que sea invulnerable ante los embates de una buena
meditación. Resalto esto último porque, para recibir sus favores, tenemos que eludir
algunos vicios relacionados con esa clase de actos.
La inocencia es una condición preciada en medio de un
juicio; empero, fuera del ámbito criminal, los reparos a su imperio son varios.
Presumir que, si existe maldad, esto se produce únicamente por equivocación del
semejante, aun cuando los antecedentes reflejen su apego a la reincidencia, es una
necedad. Acepto que la confianza en el prójimo es imprescindible para
contribuir al establecimiento de sociedades armoniosas, por lo cual corresponde
conceder esa gentileza. El inconveniente surge cuando suponemos que, siendo
todos nobles e inmaculados, ninguno es digno de la censura. Estoy seguro de
que, para evidenciar las mayores virtudes del pensamiento, es indispensable
relegar esa candidez. Debemos partir del hecho de que nos han lanzado a un
mundo en el cual las supersticiones, los absurdos y la manipulación acechan con
regularidad. Esa susceptibilidad estimulará el aprecio por la crítica, mas
también será útil para promover cambios de índole social. Poner en cuestión
aun la última de las enseñanzas que se reciben, sea por medios públicos o
privados, nos coloca en una situación privilegiada. Siguiendo esta línea,
estaremos en condiciones de notar faltas o, una vez corroborada su validez, patrocinar
las ideas que desencadenan ataques. Así, bajo el signo del recelo intelectual, ayudamos
al esclarecimiento que se precisa para tomar las mejores decisiones.
Libre del candor que impide su crecimiento, quien
asume la misión de pensar debe hacerlo con entusiasmo. Reconozco los provechos
de la disciplina, esa sistemática dedicación a lograr el fin que uno quiere
obtener; no obstante, las ganancias serán incomparables si hay pasión al
efectuarlo. Las conquistas de los sujetos que son apáticos, renuentes al fervor
por cualquier tema, jamás serán extraordinarias. Poco es lo que puede conseguir
alguien convencido del valor de un mal tan serio como la indolencia. Lo único
que cabe aguardar es la decadencia, el marasmo, las peores deshumanizaciones.
Porque la impasibilidad es un defecto que perturba el abandono de las
comodidades del error y los lugares comunes. Es altamente reprochable que nos
gobierne la indiferencia cuando se presentan oportunidades de consumar esos quehaceres.
Hasta el segundo final que se tenga la fortuna de agotar, los afanes por
comprender nuestra realidad, en sus diferentes facetas, no deben desaparecer. Tampoco
tiene que haber espacio para los desencantos mortíferos. Al optar por esas
experiencias reflexivas, no se procura la infalibilidad; en consecuencia, advertir
las propias faltas puede ser interminable. Esto no tiene que desalentarnos,
pues, como se sabe, avanzar es asimismo tomar consciencia de las miserias
personales. En lugar de amargarnos, esos hallazgos merecen ser celebrados, ya
que nos impedirán despropósitos futuros.
Nunca será vano insistir en que la tarea de razonar no
excluye a nadie. Los iluminados que decretan el rumbo a seguir suelen
dañar al conjunto de sus partidarios. La importancia de un pensador se
aprecia por las inquietudes que genera en los demás mortales; a menudo, sus
certezas no promueven sino el sometimiento. El altruismo en este campo no es
otro que la invitación a dialogar, cuestionar, debatir, brindándose a favor del
deseo de aclarar preguntas y aventurar contestaciones. Todos debemos apostar
por esa vía, tal vez la única que prueba categóricamente cuán positivo es
contar con un cerebro. Descartar esto es consentir que gente ruin, además de imbécil,
pueda ser encumbrada, perjudicándonos en abundancia. No olvidemos que, por cada
individuo reacio a reflexionar en libertad, se halla una legión ansiosa de
imponerle sus dogmas, prejuicios e insensateces. La política es uno de los
escenarios en donde no conviene paralizar nuestra mente, puesto que las
secuelas pueden ser funestas. Huelga decir que, para cumplir el papel de
ciudadano comprometido, discurrir sobre las pugnas del poder público no debe
admitir candidez ni apatía. Tengamos la certidumbre de que, preservando esa
actitud, estaremos preparados para denunciar las idioteces del presente. De
este modo, aportaremos a la revelación de las infamias que persiguen los
enemigos del pensamiento libre.
Nota pictórica. Estudio es una
obra de José Mongrell (1870-1937).
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