La política es una de las formas del tedio.
Jorge
Luis Borges
Según Hannah Arendt,
durante las distintas épocas, hubo pensadores que intentaron controlar la
política, evitar cualquier desestabilización relacionada con esa dimensión de
nuestra realidad. Aun cuando las luchas por el poder, así como la ejecución de
cambios exigidos en cada tiempo, conforman lo esencial del ámbito político,
Platón, Marx y otros autores tuvieron la pretensión de acabar con esas
disputas. En efecto, mediante fantasías de diversa calidad, ellos preconizaron
que se instaurara un orden definitivo, gracias al cual lo concerniente a los
asuntos públicos ya estuviese resuelto. Liquidadas esas preocupaciones, los
hombres podrían dedicarse a tareas diferentes, ahorrando desgastes que acostumbran
generar más angustias que beneficios. Todas esas discusiones, radicalmente inagotables,
habrían llegado a su fin, consagrando un manual que debía ser empleado para
regir la convivencia. Pero ellos olvidaron que su deseo de organización plena es
incompatible con la naturaleza del individuo, quien, si tiene una mente sana,
no se limitará a ocupar un solo espacio para satisfacer sus profecías.
El
rechazo a lo político no es una rareza que sea exclusiva del pensamiento de
filósofos con inclinaciones dictatoriales. Es cierto que, desde su óptica, se
ofrecen razones para respaldar este punto de vista. Existe una labor teórica
que, allende sus debilidades, es útil a fin de iniciar debates al respecto. Son
abundantes los intelectuales que se han esforzado por trabajar en ese cometido.
No obstante, la regla es que las críticas sean lanzadas sin meditaciones de por
medio. Como pasa en incontables terrenos, los cuestionamientos están privados
de racionalidad. Es irrebatible que, en varias personas, bastan los prejuicios
y las creencias menos complejas para engendrar esa convicción. Al margen de
aquello, pueden identificarse posturas que, sin vacilaciones, encuentran
prescindibles los conflictos propios de la política. Debido a las consecuencias
que originan en una sociedad, conviene reflexionar acerca de estos
posicionamientos. Aunque a cuantiosos mortales no les sorprenda, esas actitudes
son las que posibilitan el crecimiento de los infortunios del presente. Por
este motivo, el silencio no es una opción válida sino para consentir nuestras desgracias.
En
cuanto a las posiciones que son contrarias al universo político, vale la pena
recordar lo aseverado por defensores de utopías, tecnocracias y cualquier
aspiración de laya totalitaria, sea laica o religiosa. Sólo en esos escenarios,
tan ilusorios cuanto nocivos, podría desecharse la política. Los proyectos que
versan sobre una estructura perfecta, en la cual no hay lugar para las
disensiones, tornan innecesaria esa clase de actividades. Lo único posible
sería el respeto a un sistema que, con rigidez antinatural, fue diseñado para normar
al conjunto de ciudadanos. Deberíamos saber que esa estabilidad que ofrecen
tiene como contraprestación la libertad. Solamente cuando ésta es pulverizada,
el sueño de un ordenamiento impecable resulta factible. Por otro lado, amparados
en discursos de tipo administrativo, mostrando desprecio hacia las pugnas entre
doctrinas, existen sujetos que se presentan también como salvadores. Presumen
que un hombre puede ser desprovisto de sus ideales. Las polémicas acerca de
valores y principios merecen su desdén. El problema es que nuestra convivencia
no se regula con guías asépticas; sus normas deben encaminarse a la búsqueda de
fines superiores. El descubrimiento de estos objetivos, al igual que sus
controversias, es imposible mientras impere una concepción tecnocrática de la
vida.
La
política no es tampoco bienvenida entre muchos de quienes se reconocen como
artistas. En este caso, más que repulsión, suele haber indiferencia. Son incalculables
los escritores, músicos, pintores, escultores, etcétera, que no tienen ningún
interés en las cuestiones del Estado y la sociedad. Tontamente, presumen que su
apatía los librará de las abominaciones ocasionadas por el régimen. Hasta el
cansancio, con gran orgullo, algunos individuos que componen tal fauna han
expresado su predilección por una realidad en la cual no haya esos afanes del
poder. Deben entender que, por ese desdén, pueden triunfar candidatos
dispuestos a extinguir su sosiego. No es extraño que, con violencia, el
compositor de odas al picaflor sea obligado a servir al partido reinante.
Llegado el momento de la perversión del gobernante, todos los seres humanos,
tanto apasionados como indiferentes a sus ministerios, podrán convertirse en víctimas.
La sumisión será exigida sin discriminación; por consiguiente, de nada valdrán los desplantes ingeniosos, el
sentimentalismo, las delicadezas. Habrá una
responsabilidad compartida en la instauración del oprobio. Abstenerse del
reproche ante su aparición es una falta que no debe considerarse menor. Esta
misma conclusión atañe a los que atribuyen al prójimo la misión de terminar con
las truculencias del Gobierno. El compromiso es una carga intransferible.
Nota pictórica. La Edad de Hierro es una obra que tiene
como autor a Pietro da Cortona (1596–1669).
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