Al mirar hacia el
pasado, se siente orgulloso de lo que ha conseguido. Está seguro de la
superioridad del presente sobre el pasado. No está satisfecho con el presente y
busca progresos futuros.
Leo
Strauss
El año 1793, época
en que la modernidad estaba exultante, Condorcet escribió su Esbozo de un cuadro histórico de los
progresos del espíritu humano. En sus páginas, los lectores pueden hallar
una frase que sintetiza el credo del momento: «La capacidad de
perfeccionamiento del hombre es realmente infinita». En efecto, siguiendo la
línea de Turgot, su maestro y fundador de la concepción optimista del progreso,
ese autor estaba seguro de que las mejoras eran inevitables; por ende,
resultaba comprensible que nos embriagara la ilusión. No cabía sino aprobar el
entusiasmo despertado por quienes desdeñaban lo pasado. Existía un género
humano y, en consecuencia, una sola historia del mundo, la cual nos mostraba el
adelanto que se había tenido desde los tiempos cavernarios. Todas las eras
estaban conectadas, dejando ver un desenvolvimiento evolutivo de la humanidad
que, conforme al argumento dominante, tendría como motor los impulsos naturales
o el Espíritu Absoluto. Resumiéndolo, había la confianza en que los
conocimientos e invenciones podrían acabar con nuestras adversidades. Incluso
un joven Unamuno, filósofo que no fue promotor de dogmas, exhortaba a venerar
la ciencia; según él, todo lo demás se nos daría por añadidura.
La
efervescencia por el progreso disminuyó debido a que, durante las últimas
centurias, los males del hombre no tuvieron el fin que se prometía. Es más, en
algunos casos –por ejemplo, al discurrir las primeras décadas del siglo XX,
Alemania e Italia–, observamos retrocesos que ocasionaron actos de auténtica
barbarie. Se advirtió también la disociación entre progreso material y
espiritual, aduciéndose que el segundo había sido sacrificado a favor del
primero, lo cual, en suma, significaba una involución. Por otro lado, para
compendiar las principales críticas, se sostuvo que no hay una historia
universal ni, menos aún, criterios que determinen el retardo o adelanto de las
sociedades humanas. Ésta es la postura de Lévi-Strauss, un individuo que contribuyó
a la fascinación por ideas prevalecientes en comunidades primitivas. Así, cada
cultura podría tener sus propios cambios, los que no denotarían ninguna clase
de desarrollo. Hubo asimismo cuestionamientos que defendían la concepción de
una historia cíclica. Con todas las exageraciones que se le conocen, Spengler fue
uno de sus notables representantes. La tesis es que contamos con varias
historias de sendas civilizaciones, las cuales nacen, crecen y mueren. No
serían concebibles los avances infinitos. Obedeciendo su lógica, Occidente
estaría condenado a desaparecer.
De
acuerdo con Mario Bunge, el progreso es un proceso que implica una mejoría en
algún aspecto, pero hasta cierto límite. Vale la pena evocarlo porque, salvo el
caso de los agitadores románticos, las evoluciones conllevan la conservación
parcial del pasado. El avance de las sociedades humanas parte de la gesta que
ha sido efectuada por los antecesores. Recordemos que son incalculables las
generaciones que afrontaron problemas similares; por consiguiente, sería un
absurdo negarles cualquier importancia. Nadie discute que pueda hallarse
originalidad en las discusiones contemporáneas; empero, nuestros interrogantes
suelen girar en torno a los mismos asuntos. Encontramos, por tanto, un legado
que se ha forjado como consecuencia de aciertos y equivocaciones. En
definitiva, me refiero a un patrimonio que debe servirnos para volver óptima la
situación del orbe. Despreciar esto es una muestra de soberbia que puede
conducirnos a repetir salvajadas ya castigadas. Debemos pensar que, por norma
general, se ha trabajado para incrementar el bienestar colectivo y la felicidad
individual, lo cual equivale a expandir los dominios de la libertad.
Atendiendo
a lo enseñado por Juan José Sebreli, concebir el progreso como un producto de
las contradicciones es bastante sensato. Suponer que, aun en contra del deseo
de cuantiosos sujetos, seguiremos avanzando, pues los adelantos serían forzosos,
además de armónicos, no tiene ningún sentido. En numerosas oportunidades, ha
quedado claro que, para conseguir mayores espacios de libertad, fue preciso el
conflicto. No es creíble que, sin haber librado guerra alguna, gozaríamos hoy
de los derechos reconocidos por el Estado. Ello hace razonable que se proteja el
acto de progresar, mas como una decisión ética. Nosotros, como lo hicieron
antes considerables individuos, decidimos que nos decantamos por una vida
mejor. Teniendo la certeza de que las sociedades sufren modificaciones, nuestra
obra –sea política, institucional o de cualquier índole– podrá ser transformada.
No obstante, las mutaciones que llevemos a cabo no estarán fundadas en el
vacío; respetando la conquista de grupos anteriores, optaremos por realizar
innovaciones que nos beneficien. Obviamente, debemos estar convencidos de que,
ante la posibilidad del cambio, habrá diversas personas que manifiesten su
disconformidad. La incertidumbre del futuro suele seducir menos que las
comodidades otorgadas por el presente, aunque sus dichas sean fugaces.
Nota pictórica. Conversación es una obra que pertenece a
Sándor Nyilasy (1873-1934).
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