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El arma de las letras





Leer nos hace rebeldes.
Heinrich Böll

Por literatura, puedo entender un arte que, mediante la palabra escrita, permite cautivar, conmover, persuadir y provocar al semejante. Cuando la lectura de un texto causa indiferencia, engendrando bostezos que revelan una censura plena, nuestra labor se vuelve inútil. Aclaro que no aludo a la reacción de cualquier mortal; el aburrimiento del necio, cuyo interés jamás será compatible con las tareas intelectuales, no me importa en lo absoluto. Porque no es aconsejable preocuparse por buscar allí aprobaciones. Tengamos presente que la insensatez de algunas personas ha impedido consagrar a quienes lo merecían. Pese a su talento, el prestigio de muchos creadores fue sólo familiar. Felizmente, merced a verdaderos arqueólogos del conocimiento, la gratitud hacia esos genios despreciados por una era tan pedestre como ésta, fértil en el alumbramiento de imbéciles, fue posible.
Como ensayista que, con frecuencia, procura inscribirse en la tradición panfletaria, no puedo disociar este oficio de las críticas más radicales. Yo soy un individuo que, compensando una total ineptitud en el manejo de armas letales, recurro a la escritura para librar mis batallas. Sé que incontables poemas fueron compuestos en pos de lograr un beso femenino. No margino las millones de páginas que alguien confeccionó, aun en medio del combate, para terminar con un remordimiento. Tampoco me olvido de las majaderías que, a diario, en distintos géneros, persiguen un elogio del prójimo. La realidad que protagonizo es diferente. Quiero delatar cada una de las sandeces, absurdos e injusticias que percibo al agotar los días. A mí no me interesa la tranquilidad, sino el cuestionamiento perpetuo de lo que nos rodea.
Los escritores que se proclaman apolíticos son una invitación a practicar el insulto. Cuando su palabra no es usada para impugnar los avances del mal, aquellos triunfos que las dictaduras suelen celebrar con sangre y plomo, un autor debe ser considerado deplorable. No lo exime un ejercicio que, según indica, es netamente artístico, pues, si persistiera en esta convicción, sus propias ocurrencias serían pronto privadas de luz. Resalto que nadie está libre de vetos dictados por un tirano. En este sentido, al exigir un compromiso intelectual, uno pide que se defienda el único ambiente donde tales creaciones resultan factibles. Siendo todos renuentes al contacto con una ordinariez como los negocios públicos, es inevitable que sujetos sin talento pulvericen toda noción de civilidad, perjudicando incluso nuestro trabajo. Su triunfo será siempre contrario a esas excentricidades del espíritu.
No basta con deplorar las miserias del régimen, ya que corresponde ayudar a demoler otras desgracias. Es inaceptable que, mientras la predilección por las banalidades crece con fuerza, pocos individuos se animen a expresar su repulsa. No me opongo a festejos que sean abonados por la frivolidad. Esos devaneos son también requeridos para soportar las amarguras con que esta vida nos azota. Un literato debe amparar el gozo, promover los mayores aprovechamientos del placer; sin embargo, desde hace siglos, hasta esas licencias admiten discriminaciones. Siguiendo esta línea, le compete aborrecer acciones que, aunque fuesen populares, contravengan sus principios del buen gusto. La lucha por una cultura superior es un propósito que, para dicha de los demás hombres, debería inspirarnos cuando nos colocamos frente al papel. Tal vez nuestros párrafos instiguen al lector a respaldar esta noble contienda.

Nota pictórica. La muerte de Marat es una obra de Jacques-Louis David (1748-1825).

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