Quiero ser un rey sin tierra y sin
súbditos.
Jean-Paul
Sartre
La monotonía es un
vicio que no debemos soportar. Conservar una serie de hábitos que, desde su
puesta en práctica, no ha servido para mejorar nuestra vida es un absurdo. Sea
por flojedad o cobardía, evitar la búsqueda de mayores conquistas no puede ser
considerado elogiable. Únicamente las estatuas tienen derecho a permanecer
inmóviles, aguardando el momento en que un sujeto decida pulverizarlas. Cada
jornada se presenta para ser tomada por quienes sueñan despiertos; durante su
vigencia, la quietud es un estado que no corresponde admitir. Mientras sea
posible, las primeras luces del día tienen que contemplar a quien desea rebasar
todo límite. Ése es el momento de comenzar la gesta que, aun cuando no sea
consumada, nos incita a levantarnos. Nadie privará del deseo de comenzar una
revolución que pueda realizarnos como individuos.
Aunque
se participe todavía en empresas similares –provocadas por tiranías y
dictaduras bárbaras del siglo XXI–, las revoluciones que buscan una
transformación integral de la sociedad no deben cegarnos. Son innumerables los
cementerios que han sido colmados por efecto de esos delirios. En varias
ocasiones, un hombre prometió las delicias supremas del universo, mas, cuando
tuvo poder, recurrió a los peores tormentos para proteger sus prerrogativas. Es
mejor circunscribimos a lo concreto, al ambiente con el cual intimamos. Gracias
a Camus, sabemos que, cuando nuestras pretensiones crecen demasiado, podemos
desvariar e infligir daños irreparables. Concentrémonos, pues, en las
circunstancias más cercanas que nos tocan experimentar, persiguiendo allí lo
extraordinario. Porque el sujeto que producirá aquellas mutaciones es un individuo,
alguien como cualquier mortal, dotado de virtudes y marcado por defectos.
A
veces, con absoluta razón, debemos rechazar la salvación del mundo. El primer
deber que se nos ha impuesto es lograr nuestra felicidad. Las angustias acerca
del prójimo llegan luego, recién cuando hemos agotado lo radicalmente privado.
Siendo esto indiscutible, no cabe pedir que asuma el protagonismo en otra
Primavera Árabe; prefiero lidiar con mis demonios y, conseguido este triunfo,
aspirar a esas tareas titánicas, solidarias, altruistas. Es que, sólo después
de que uno termina con sus miserias, puede apostar por intervenir en otras
batallas. Por lo tanto, si se quiere tener a verdaderos gladiadores, seres
capaces de causar prodigios, hay que pedirles una conversión en la intimidad.
Ellos son los átomos que podrán contribuir al bienestar de todos, evidenciando
un renacimiento maravilloso. Nada es posible sin su presencia; la masa es una
embustera estupidez.
Los
años en el mundo no resultan válidos si muestran la travesía de un ser que no
supo aprovecharlos. El reto es aventurarse a cambiar lo que nos parezca
insatisfactorio, pero priorizando nuestra situación personal. Intentar la toma
del cielo por asalto carece de sentido si antes no encontramos motivos para
enfrentar el amanecer. Las grandes obras son factibles cuando orillamos ese
asunto. Además, es en la privacidad donde comienzan a surgir las ideas que sostendrán
esas utopías que, ejecutadas con mesura, pueden beneficiarnos. Olvidemos la
exaltación del trabajo grupal, así como las sentencias que encumbran ideas
procreadas por varios hombres. La regla es que una genialidad tenga un solo
progenitor. Por supuesto, aquélla no podrá ser concebida en cumplimiento de un
mandato externo; irrumpirá libremente, tras superar los reveses que lo
intrínseco nos revele.
Nota pictórica. El despertar de las artes pertenece a
Frans Floris (1519-1570).
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