Existir es morir y renacer
constantemente, es transformarse elevándose cada vez más, purificarse de grado
en grado, de círculo en círculo.
Johann Wolfgang von Goethe
Quien se sienta incapaz de afrontar un dolor, por más que
éste sea leve, debe cerrar los ojos y lanzarse al vacío. Únicamente la muerte
podría evitarle las aflicciones que, sin consentir salvedades, visitan a los
hombres desde tiempos muy remotos. Porque nuestros problemas, aquéllos adecuados
para privarnos del sueño, no tienen originalidad. La naturaleza que compartimos
con las anteriores generaciones es evidenciada por necesidades comunes, tanto
elementales como secundarias. En este sentido, esas penurias que nos aprisionan
son similares a las de nuestros antecesores, cuyo sufrimiento fue asimismo precedido por experiencias parecidas. Aun en el campo de las ideas, varios
interrogantes que han sido formulados hace veinticinco siglos nos siguen
complicando la existencia. No es falso que los días en la Tierra puedan ser
difíciles de sobrellevar; con todo, eludir cualquier optimismo denota sólo
miseria espiritual.
Es probable que alguien
halle un motivo para morir. No me refiero a caprichos de índole sentimental ni,
peor aún, antojos provocados por el deporte. Parece factible que se hilvanen
argumentos, alegaciones lo suficientemente convincentes como para pensar en ese
fin. No obstante, tratándose de personas sin limitaciones mayores, ese parecer
admitirá siempre una réplica. Procurando que su disuasión sea total, se podría discutir
bastante desde una perspectiva religiosa, pero también gracias a la filosofía. Así
como hubo algunos meditadores que fueron partidarios del suicidio,
sobresalieron otros por su apego a la vida. En este último caso, el premio a la
perseverancia se llamaba virtud, felicidad, placer o valor. Eso es lo que buscaríamos
luego de aceptar el reto de crecer, descartando evasivas y demás engaños.
Solamente cuando
decidimos que vale la pena vivir, así sea frente a grandes adversidades, empezamos a progresar. Desechada la vía del deceso prematuro, los desafíos se
presentan por doquier. Incluso expandir los señoríos del ocio puede transformarse en un
propósito que se acepte con gusto. Lo importante es identificar
aquello que nos incite a no claudicar. El tiempo tendrá que fatigarnos en
exceso para proclamar su victoria. El objetivo debe ser lograr extenuaciones superiores, debilitarnos hasta que la contemplación del alba sea irrealizable.
Se sostiene que hay un descanso absoluto, infinito, eterno; sería una tontería
no justificarlo con acciones encaminadas a gozar del don de haber irrumpido en
este orbe. Nos corresponde ganar ese reposo con hazañas que muestren la riqueza
e intrepidez de nuestra aventura.
Pocas veces, el aburrimiento
y las lamentaciones sirven para terminar con las dificultades. La regla es que
nos paralicen, obscureciendo el panorama e impidiendo la gestación de
soluciones seguras. Si nuestra concepción del mundo es sombría, lo único que percibiremos
serán obstáculos. Nada despertará la esperanza de un futuro que, como ha
sucedido aun en las peores circunstancias, pueda acabar con los malestares del
presente. Aparte de revelar cobardía, esto refleja pereza, pues nadie ignora
que las conquistas suelen llegar por efecto del esfuerzo. Se prefiere la
comodidad del fracaso anticipado, el estado que nos victimiza, rechazándose las
críticas lanzadas por los semejantes. Mas ellos tienen el derecho a cuestionar
nuestras manifestaciones de pesimismo. Es imposible permanecer indiferente ante
un sujeto que, no contento con bramar sin cesar en sus aposentos, nos molesta
cuando tenemos la desgracia de encontrarlo.
Nota pictórica. La
gruta azul es una obra de Miklós Barabás (1810-1898).
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