Por eso, si bien muchos de sus trabajos carecen del rigor
científico, su obra tiene el valor de una profunda requisitoria moral.
Guillermo
Francovich
La crítica nos salva del aburrimiento,
pero también de las estupideces que pueden dañarnos. El día que ningún hombre
tenga una queja, mayor o insignificante, la vida se habrá terminado. Es que,
mientras existamos, las insatisfacciones se darán en múltiples terrenos. La
idea de concretar una felicidad que sea total es ilusoria; por ende, los
descontentos jamás desaparecerán. Lejos de ser negativo, esto es conveniente. Pasa
que, cuando surge una voz contradictora, la posibilidad de mejorar se hace
presente. El progreso que han gestado los individuos está lleno de verdades,
conjeturas y refutaciones. La uniformidad de opiniones habría producido sólo
estancamiento. Ello hace que uno valore a quienes fueron censores de su época. Reconozco
que, por la condición de moralistas, estos mortales pueden ser peligrosos
cuando tienen poder; empero, su presencia es fundamental para notar defectos,
admitir vicios, despertar insurrecciones.
Pese a que su deceso
se produjo hace mucho tiempo, la palabra de Alcides Arguedas Díaz continúa
provocando arrebatos. Es el intelectual más grande que tuvo este país durante
la pasada centuria y, con justicia, sus ideas siguen siendo difundidas. Es un
clásico que se aconseja revisar cuando uno cree haber descubierto nuevas taras.
Sus páginas demuestran que las diversas manifestaciones de idiotez han existido
siempre. No es un problema que sea exclusivo de ciertos Estados; aludo a males
tan universales cuanto eternos. El punto es que su obra nos libra de una
perjudicial candidez. Hay el riesgo de militar en un pesimismo nada flexible,
mas aun esto debe preferirse a la inocencia que facilita sometimientos
despóticos. Espíritus de ese jaez son los que nos garantizan el rechazo al
abuso gubernamental.
Alcides Arguedas nos
ofrece una vida con varios carices. Ocurre que, además de escritor, fue
abogado, diplomático, político e historiador. Pudo haberse dedicado
exclusivamente a la narrativa, confeccionando más novelas que aumentaran su
prestigio. No es casual que Raza de
bronce lo inmortalizara en el extranjero. Sin embargo, catón impenitente,
necesitaba juzgar a los que desgraciaban este país. Esa propensión fue la que
lo incitó a componer artículos, ensayos y cartas furibundas. Aunque sus
ficciones albergaban cuestionamientos a la realidad, debían explotarse otros
géneros que posibilitaran un mejor ataque. Porque, en su caso, la literatura
era un arma forjada para sobreponerse al mal, guiando a los demás sujetos. Al
igual que Marat, su tarea consistía en delatar traiciones e infamias recientes,
así como aquéllas perpetradas en el pasado.
En ese afán, nuestro
autor asumió una labor que, por su envergadura, es acertado calificar de
titánica. Los volúmenes de historia que redactó lo prueban con absoluta
contundencia. Su versión del pasado boliviano parece haber sido concebida en un
púlpito. Es el verdugo de los gobernantes que, por varios años, zahirieron a
sus connacionales. Pero esos textos sirven asimismo para ensalzar a quienes
obraron de otra manera. Es comprensible que no haya muchos políticos que
despertaran su simpatía, pues, tal como sucede hoy, esas funciones son regularmente
cumplidas por seres sin lucidez. Imagino la furia que le hubiera causado
nuestro panorama. Creo que, con las modificaciones del caso, un libro como Pueblo enfermo debe irrumpir para
guerrear en contra de tanta domesticidad y resignación. No interesarían sus exageraciones;
el mérito sería sustentado por las reprimendas éticas que pronuncie.
Comentarios
http://lapatriaenlinea.com/?t=la-politica-educativa-actual-o-la-abyeccion¬a=87898
H.R.A.