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El asedio al presente

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No me interesa un pasado, el mañana es siempre territorio ajeno. Tiene que ser ahora, cada vez ahora y enseguida.

Juan Carlos Onetti


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El festejo del presente se ha convertido en uno de los placeres más escasos que deparan las sociedades contemporáneas. Por lo visto, tanto los recuerdos como las ilusiones se sobreponen normalmente al gozo que regala un instante bien vivido. Ya no interesa que la planificación sea una excusa para validar cualquier momento real en favor de una situación contingente; las promesas están por encima del hecho, aun cuando éste se crea irrepetible. Tampoco importa que, por norma general, asirse de las nostalgias termine dejándonos sin fuerza ni ganas con las cuales se puedan crear nuevas remembranzas. Si bien es verdad que, desde Horacio hasta Cioran, la convicción de preferir el ahora fue apoyada por diversos individuos, no parecen quedarle hoy muchos defensores. Existe demasiado apuro como para percibir, al menos durante un tris, la respiración del mundo ante nuestros ojos. Ni la brevedad que posee nuestra existencia consigue modificar esta tendencia, obligándosenos a mirar en lontananza, agravando las dificultades del arte de vivir. La discusión fundamental tiene que ver con elegir entre ser un proyecto a futuro o una obra consumada. Quedan excluidas otras alternativas; optar por una vía distinta conlleva el desamparo del sistema. Resumiendo, la predilección gira en torno a lo que, aun acogiendo emociones genuinas, nunca superará al goce inmediato.

En cuanto a lo venidero, subrayo el poder de la preocupación. Son incontables los momentos que debieron ofrendarse por disposición de aquel estado, cuya perturbadora vigencia se advierte sólo entre las personas. Es evidente que, como explica Julián Marías, los hombres se destacan por tener un carácter futurizo, una capacidad exclusiva de proyectarse a sí mismos hacia la posteridad. Esta faceta es ventajosa cuando se trata de anticipar las secuelas de una decisión, por lo cual podríamos descartar actos que causen una predecible molestia o, siendo seguras las bondades, realizarlos sin vacilar sobre su conveniencia. Mas esa proyección que hacemos para conferirle sentido a ciertas decisiones, incluyendo las rutinarias, puede ser convertida en un rechazo al mañana. A veces, esta repulsa se origina en el temor al fracaso, eligiéndose la seguridad proporcionada por un triunfo reciente. Asimismo, hay seres a quienes la maldición del pesimismo les ha sido impuesta, acaso como contraprestación de su infatigable criticidad; para ellos, en consecuencia, el largo plazo no produce sino fastidio. Acentúo que el alba los halla complacidos mientras sea una coronación de la vigilia; si fuese otra la circunstancia del arribo, como no albergan confianza en las horas ulteriores, su ánimo es insípido. Además, prevaleciendo el optimismo, no es infrecuente que pensar en la construcción de un futuro particularmente aceptable nos aleje del presente, pues sus comprensibles defectos caen frente al utopismo despertado por aquél. Sospecho que numerosas decepciones podrían evitarse si no incidiéramos en ese balance temporal, de donde lo porvenir sale siempre victorioso; gracias a su omisión, cuantiosas ineptitudes permanecerían latentes, arcanas, innocuas.

Mostrando gran eficiencia, el pasado es un tiempo capaz de arruinarnos las alegrías que procuramos experimentar sin su acompañamiento. Ningún tipo de actualidad compite con las idealizaciones que conserva la memoria: el tamiz no acostumbra dar paso a todos los sinsabores del contexto en el cual se dio un alborozo, resultando una recordación engañosa pero grata. En este marco, construimos paulatinamente refugios que nos protegen de la realidad cuando ésta se vuelve ímproba, posibilitando nuestra preferencia por las glorias perdidas. El caso empeora cuando uno perpetra esos ejercicios en medio de congojas, tribulaciones, angustias que lo invitan a buscar aliento donde cree haber alcanzado la elusiva dicha. Tomando en cuenta esto, yo sostengo que Dante Alighieri acertó al decir: «No hay mayor dolor que recordar el tiempo de la felicidad en el infortunio». Se piensa entonces que las cumbres ya no llevan nuestro nombre; por consiguiente, apeteciendo todavía la sensación de haber conquistado algo remarcable, queda como efugio el enclaustramiento en una mejor época. Sucede que, cansado de ser vencido por las circunstancias, el individuo renuncia al reto del progreso, destrozando su temeridad, y decide dejar esa porfía para los demás. Cambiamos la incertidumbre que nos hostiga por una seguridad relacionada con algún suceso del cual conseguimos jactarnos, aquél acaecido cuando tuvimos máximo esplendor. Opino que, aunque su legitimidad sea incuestionable, razonar de tal manera destila cobardía, viabilizando un escapismo vituperable. Es útil indicar que esto significa el final de la vida como aventura. Acontece que, por ser monótono, el resto del trayecto no provoca simpatía.

Mis cuestionamientos no prescriben el deber de acabar con evocaciones e ilusiones, puesto que éstas componen también la naturaleza humana. Desde luego, suprimir la capacidad de llevar a cabo ambos actos es irrealizable; al eliminarla, terminamos con lo que puede ser entendido como nuestra esencia. Recordemos que la dimensión temporal es inseparable del individuo. No es dable objetar que la razón y los sentimientos exigen una categoría de esa clase para ser comprensibles, tornando vital su presencia. Empero, esto ha sido pervertido en pos de anular lo medular, la conexión, el ahora. Pese a que no se trata de una mera fase intermedia, intentan dar al presente esta condición. El propósito es consolidar un desprecio que logra instaurarse cuando la espontaneidad se juzga vitanda. Con esa mira, no pocos mortales han propuesto entender la actualidad como un instrumento que sirve para encaminarnos hacia una meta distante, acaso nunca perceptible, impugnando cualquier otra utilidad. Igualmente, se plantea su sacrificio a fin de alongar júbilos pasados, desestimando que este sentimiento pueda remozarse por nuevas causas. Lo lamentable es que el cometido sea compartido por innumerables sujetos, afectando su ejercicio de la libertad individual. Por eso, una vez más, es aconsejable obrar a contracorriente, rescatando el valor que encontramos cuando no nos subyugan las aflicciones del tiempo. Tal vez el privilegio que le concedamos a este instante, sin preocuparnos sobre sus consecuencias remotas o determinando si guarda coherencia con las acciones anteriores, sea la premisa de un existir ejemplar. El desafío no es olvidar nuestra historia personal ni las esperanzas que nos impulsan a diario, sino aprovechar, en lo posible, cada momento ofrecido por el destino.

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Nota pictórica. Viajero frente al mar de niebla (1818) es una obra realizada por Caspar David Friedrich.

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