La subjetividad es un descubrimiento moderno que proporcionó a los humanos el medio idóneo para extinguir heteronomías. Hallar la consciencia moral resulta imprescindible a fin de valorar conductas y órdenes desde una perspectiva personal; así, aunque se hayan pregonado sus virtudes, un acto causará repudio mientras mi baremo no disponga otra reacción. Esto no quiere decir que todas las opiniones elaboradas con el propósito de subrayar bondades o defectos sean igualmente venerables: reinando la ordinariez en un sujeto, sus pareceres justificarán descalificaciones terminantes; por el contrario, teniendo un espíritu crítico, los asertos que pronuncie no merecerán desprecios. Sin la posibilidad de repetir mecánicamente respuestas que fuesen confeccionadas por deidades, intérpretes olímpicos o autoridades infalibles, es necesario discurrir sobre nuestra realidad, examinándola con tal cuidado que las decisiones más importantes partan de un análisis autónomo. Hasta las sublevaciones son dignas de loor si no anulan estos ejercicios íntimos.
La relación entre moral y Derecho ha sido muy razonada por autores que, conforme a distintos criterios, no reputaron baldío este tipo de consideraciones. Uno puede leer a individuos que preconizaron las coincidencias entre ambos conceptos; sin embargo, es viable también examinar cavilaciones relacionadas con sus desemejanzas. El tema ofrece un debate fructífero cuando se juzgan inconciliables
Aun cuando la imperatividad sea una característica de las disposiciones legales, uno puede oponerse a ese poder si encuentra que no es congruo con su ideario moral. Ésta es la tesis que deben apoyar quienes reconocen el valor del orden público, pero no lo divinizan, permitiendo su ataque cuando aquél les ofende. Insisto en que la denuncia del agravio causado por las reglas o medidas gubernativas no debe ser caprichosa; solamente una fundamentación racional, cuya empenta sea el respeto a la dignidad humana, será útil para sustentar esa postura. El intríngulis es la repulsión motivada de prohibiciones u órdenes que contradigan nuestras convicciones; no vale ninguna excusa que persiga el sostenimiento del sistema, su conservación e intransigente defensa, como si se tratara de una obra perfecta. Aclaro que no rechazo la estabilidad normativa; el desafío es objetar su imperio mientras se noten regulaciones y móviles éticamente censurables.
Yo no siento ningún apego por gobernantes que tienen una jerarquía de valores donde la libertad individual no está en el pináculo. La tolerancia me impide persistir en el rebatimiento de sus principios religiosos; empero, dentro del ámbito político, como las verdades que resguardan ya pueden perjudicar a otros semejantes, el freno al embate personal queda suprimido. Bajo la égida de mi consciencia, es plausible cuestionar aquellas prescripciones que, aunque formalmente válidas, sean ignominiosas. Esta posición se complementa con cualquier apología del desacato que, lejos de buscar el caos, pretenda restablecer un orden racional, en el cual no haya grandes incompatibilidades entre las leyes y los preceptos éticos. Obrar de modo distinto puede motivar incluso el cumplimiento voluntario del castigo que nos aplique un gobierno inmoral; en este caso, por supuesto, la legalidad merece nuestra desestimación.
Nota pictórica. Un tejedor en el telar (1884) pertenece a Vincent van Gogh.
Comentarios
Beijos dum país que é um "jardim à beira-mar plantado".