José Ortega y Gasset asevera que la ética es «el arte de elegir la mejor conducta». Desde luego, esta noción debe ser complementada según criterios que diluciden cómo establecemos la ruindad o nobleza del acto evaluado. Hay planteos que, para determinar si alguien obró apropiadamente, se limitan a considerar las consecuencias; así, cuando el efecto es positivo, la causa sería límpida. Por otro lado, existen juzgadores del comportamiento que lo ponderan sin mensurar sus repercusiones, pues prefieren examinarlo teniendo en cuenta su propio y actual mérito. Asimismo, finalizando las opciones más remarcables, una tercera corriente invalida todo desempeño que contradiga la posición adoptada precedentemente. Esta última propuesta tiene a la coherencia como piedra de toque; por ende, quien proceda en armonía con los valores y principios que han marcado sus anteriores decisiones no recibirá ningún reproche: su conducta será calificada de íntegra.
Desde que la insania de alterar, sin restricciones, el texto constitucional encantó a cuantiosos políticos, activistas y ciudadanos, se han emitido muchas opiniones para impedir su concreción. Como otros intelectuales, yo he cuestionado la ilusión de suponer que una nueva Constitución solucionará prodigiosamente los problemas del Estado, eliminará la miseria e iluminará las mentes bolivianas con energía solidaria. Nunca hubo razones plausibles, es decir, refractarias a la demagogia, que abonaran siquiera el comienzo de la tarea constituyente. Los parlamentarios pudieron efectuar el único cambio que urgía para optimizar la Administración: las autonomías departamentales. Por desgracia, ese bufo cónclave no logró ser evitado porque la populachería de los candidatos presidenciales suele fabricar dogmas que, tras su ascenso, imposibilitan retrocesos.
Al margen de que la idea era una colosal majadería, sus protectores cometieron numerosas irregularidades durante los avances del absurdo. No es baladí recordar las transgresiones al acuerdo por el asunto de los dos tercios, la escisión astuta del oficialismo para ofrecer dos informes, las prórrogas y modificaciones arbitrarias de la normatividad interna, etcétera. Pero el mayor oprobio se dio en Sucre, porque allí el espíritu totalitario del Gobierno fue invocado con la finalidad de flagelar a los ciudadanos que pretendían salvaguardar el diálogo democrático, los debates donde no tienen lugar las exclusiones discrecionales de ninguna temática. Repudio que quienes fallecieron por culpa de la megalomanía oficialista sean soslayados cuando se memora el trabajo de los estériles asambleístas, esos mismos sujetos que obviaron el mandato autonómico para regocijo del presidente Morales Ayma.
Y es que los constituyentes no acataron el encargo específico, inequívoco, preceptivo de cuatro departamentos. Ésta fue la causa de una reacción que se cristalizó en los estatutos legitimados merced a ingentes mayorías. Después, el afán de aplicar estas normas, persiguiendo acabar con los agravios del partido gobernante, condujo a tomar oficinas públicas y rechazar embestidas de las milicias que nutre Juan Evo. Además, la implantación del plan masista se ha ocupado de generar copiosos fratricidios, apresar toscamente a Leopoldo Fernández e incentivar el alejamiento del país por móviles políticos.
Son pocos los sosiegos tan genuinos como el que preséntase cuando uno está seguro de no haber traicionado sus convicciones personales por cumplir dictados del superior o saciar premuras económicas. Luego del alborozo congresal, estimo que la coherencia es el único recurso útil para no incurrir en actos reprobables como la aceptación del proyecto constitucional de los gobiernistas. Dejo a otros mortales la carencia de principios; hasta el último estertor, me decantaré por aquello que sea congruente con mis bases axiológicas. En fin de cuentas, evocando al genial Fernando Savater, eso basta para la ética: convencerse uno a sí mismo de que está obrando derechamente.
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