“Cuando le dije que sí, se puso muy contenta porque, me aseguró, desvirgar a un muchacho traía suerte”.
Mario Vargas Llosa, El pez en el agua.
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Aunque nadie lo admitía por temor a las bromas, en el curso había varios que permanecían castos. Era difícil identificarlos porque, gracias a los filmes pornográficos que arrendaban del mercado central, describían las experiencias peliculeras como si fuesen propias. Y es que, trabajando el hermano de Matías en un videoclub, los productos escabrosos eran ilimitados. Sin duda, el televisor fue un auténtico maestro de sexología, insuperable para teorizar al respecto.
Fue precisamente en la casa de Matías donde se dio el primer concurso masturbatorio. Conscientes de sus necesidades fisiológicas, los organizadores del certamen explicaron brevemente que lo ganaría quien lograra terminar primero. Estando en plena adolescencia, la única dificultad era levantar el falo; acabar, una vez conseguido esto, no costaba nada. Las miradas y los comentarios burlescos –referidos a la dimensión del miembro– perturbaban cualquier conato de excitación. Con todo, nunca faltó el que, aislado merced a los pechos gigantescos mostrados en la pantalla, acabó expulsando semen alrededor del grupo, riendo a granel.
- Aprendan, carajo. Todos ustedes son unos impotentes –gritaba Ernesto, célebre por su dotación testicular.
Una noche de borrachera, iniciada luego del desfile cívico, surgió la idea: visitar un prostíbulo. Nadie repudió el planteamiento, puesto que, si bien algunos ya copulaban con sus empleadas y cortejas, oponerse constituiría una prueba irrebatible de homosexualidad. Aprovechando el feriado nacional, se convino en asistir al otro día, llevando la plata necesaria para negociar con las cortesanas.
Famoso por sus precios bajos y mujeres redondas, La cabra recibió a los estudiantes que buscaban graduarse de hombres; demostrarían allí estar al mejor nivel, abandonando bochornosos estadios inferiores. El burdel impactaba por su rustiquez: sillas plásticas, mesas de aluminio, dos focos macilentos para un patio espacioso, manteles quemados con cigarros e incontables cervezas amontonadas en un barril oxidado. Desde lo que parecía ser el centro de las operaciones carnales, una gorda escrutaba los diferentes comportamientos. Teñida con memorable torpeza, ella era la propietaria de cinco mancebías en toda Santa Cruz. Resulta una perogrullada indicar que conocía perfectamente a empresarios, políticos, jueces, fiscales, policías, futbolistas, etc.
La negociación fue realizada en bloque. Envalentonado, merced a las latas de cerveza que bebió antes del encuentro, Javier elevó el brazo derecho y, con un silbido grosero, demandó algunas prostitutas. Raudamente, cuatro féminas levantaron sus colosales retaguardias para trasladarse hacia donde las aguardaban esos adolescentes. Lo hicieron con gran deleite, pues sabían que los colegiales eyaculaban sin demora e invertían sus recursos en ese placer efímero con absoluta liberalidad. El mocerío local era, entonces, su clientela favorita.
Habiéndose distribuido las mujeres de acuerdo con el primer contacto visual, los condiscípulos empezaron a escanciar la cerveza que trajo solícitamente un mesero del lenocinio.
- ¡Salud, mi amor! –dijo Ernesto, observando la figura esférica de su acompañante–. Quiero que no esté fría cuando empiece mi show.
- ¿Show? Tendrías que hablar de “Show del chiste”, estimado gallo –señaló Matías, causando una risotada general.
- Ya van a ver, preciosas: nosotros somos famosos porque nos pagan por tener sexo –afirmó Javier, notablemente excitado–. Aquí nadie acaba hasta que su pareja se lo ruega.
- Así me dijo uno la otra noche; pero, ni bien estuvo adentro, terminó –manifestó Raquel, recibiendo el aplauso de sus colegas–. ¡Ojalá sean armados, por lo menos!
- ¡Eso es una provocación! –expresó Andrés, levantándose para ir a solicitar pieza– Ahora mismo, queridos jóvenes, nos vamos a probar nuestras habilidades.
Matías jamás había visto a una mujer desnuda. Cuando Andrés le hablaba del encuentro sexual que tenía frecuentemente con su empleada, él se imaginaba cómo sería penetrar a esa quinceañera provinciana, domiciliada en la ciudad debido al tema laboral. Nunca olvidó esa vez que, mientras su mejor amigo se duchaba para salir al cumpleaños de Fernanda, ella lo invitó a mirarla desvestirse: durante pocos segundos, apreció su cuerpo moreno, las nalgas abultadas, los senos hipnotizantes; empero, antes de quedarse sin ninguna prenda, lo llamó Andrés desde la otra habitación. En puridad, su desnudez había sido parcial. Por eso hallarse frente a una varona totalmente desabrigada le provocaba cierta zozobra; aunque fuese golfa, quería que lo recordara como un amante perfecto, capaz de saciar los más peregrinos deseos mujeriles. La realidad fue otra.
Graciela, su circunstancial compañera, tenía la gracia que uno solamente puede hallar en una mujer cuando está borracho. Sobrio, consciente de sus actuaciones, Matías habría preferido evitar cualquier contacto con ella. Mas la situación era distinta: los futuros bachilleres acordaron copular juntos la misma noche, aunque con variadas locas; por tanto, los arrepentimientos y la moralidad no tenían cabida. Sin haberse dado cuenta del momento en que logró desvestirlo, él la vio tomar un preservativo, romperlo con los dientes y colocárselo en el pene, rígido pese a sus dubitaciones virginales. Ardentísimo, tras verla acostada de espaldas en ese miserable camastro, se le puso encima e inició la penetración. Aunque Graciela quiso detener el bombeo porque Matías estaba golpeando su propia cabeza con la espalda del catre, éste siguió haciéndolo así, puesto que sospechaba cuál sería su verdadero aguante. Acabó pocos segundos después. Con ternura maternal, ella le dijo que lo había hecho bien. Claro, era su primera vez, quizá en la otra visita le enseñaría nuevas posiciones o, si seguía siendo tan lindo, hasta podría regalarle una sesión de sexo oral.
Presenciar la higienización de una ramera marcó a muchos mortales. Utilizando el bañador que permanecía en la esquina derecha del cuartucho, la fémina se ponía de cuclillas y procedía a lavar su sexo con suma tranquilidad. Una vez que dicha zona estaba limpia, empleaba el ungüento dejado adrede por los operarios del local para evitar severas infecciones. Paso seguido, empleando un cepillo rojo, se acomoda la guedeja para conquistar al próximo cliente. Obrando de esta manera, cualquiera podría suponer que no había sido montada en todo el día.
Con el objetivo de probarle al grupo que hacía gozar por largo tiempo a cualquier mujerzuela, uno debía experimentar todo ese acontecimiento detersivo. Lo gracioso era cuando, molesta por las demoras que le imploraba el adolescente, ella le ordenaba salir del cuchitril bajo amenaza de golpearlo. Por supuesto, el efebo terminaba saliendo para mofarse de los que lo aguardan afuera. Él había durado más; consiguientemente, su masculinidad no sólo merecía ser reconocida, sino también venerada. Según las convenciones vigentes, los eyaculadores precoces debían ser mortificados en público hasta que unas cuantas peleas les devolvieran el honor perdido.
La noche concluía satisfactoriamente. Fuera del inmoral edificio, los futuros bachilleres planificaban qué hacer durante las próximas horas de la madrugada. Depauperados por el suceso venéreo, algunos querían irse a dormir; otros, en cambio, cargando aún billetes, deseaban seguir la jarana.
- Yo estoy más yesca que Don Ramón –aclaró Matías.
- A mí no me quedan más que veinte bolivianos –precisó Javier, exhibiendo un mugroso billete con algo de lápiz labial.
- ¿Veinte pesos? A tu lado, yo soy un mendigo –bromeó Ernesto–. Este tire me dejó en la calle.
- Ni modo, pues. Nuevamente, tendré que ser el padrino –concluyó Andrés, generando gran alborozo–. Claro que, antes de seguirla, vamos a comer unos pollos.
Fue precisamente en la casa de Matías donde se dio el primer concurso masturbatorio. Conscientes de sus necesidades fisiológicas, los organizadores del certamen explicaron brevemente que lo ganaría quien lograra terminar primero. Estando en plena adolescencia, la única dificultad era levantar el falo; acabar, una vez conseguido esto, no costaba nada. Las miradas y los comentarios burlescos –referidos a la dimensión del miembro– perturbaban cualquier conato de excitación. Con todo, nunca faltó el que, aislado merced a los pechos gigantescos mostrados en la pantalla, acabó expulsando semen alrededor del grupo, riendo a granel.
- Aprendan, carajo. Todos ustedes son unos impotentes –gritaba Ernesto, célebre por su dotación testicular.
Una noche de borrachera, iniciada luego del desfile cívico, surgió la idea: visitar un prostíbulo. Nadie repudió el planteamiento, puesto que, si bien algunos ya copulaban con sus empleadas y cortejas, oponerse constituiría una prueba irrebatible de homosexualidad. Aprovechando el feriado nacional, se convino en asistir al otro día, llevando la plata necesaria para negociar con las cortesanas.
Famoso por sus precios bajos y mujeres redondas, La cabra recibió a los estudiantes que buscaban graduarse de hombres; demostrarían allí estar al mejor nivel, abandonando bochornosos estadios inferiores. El burdel impactaba por su rustiquez: sillas plásticas, mesas de aluminio, dos focos macilentos para un patio espacioso, manteles quemados con cigarros e incontables cervezas amontonadas en un barril oxidado. Desde lo que parecía ser el centro de las operaciones carnales, una gorda escrutaba los diferentes comportamientos. Teñida con memorable torpeza, ella era la propietaria de cinco mancebías en toda Santa Cruz. Resulta una perogrullada indicar que conocía perfectamente a empresarios, políticos, jueces, fiscales, policías, futbolistas, etc.
La negociación fue realizada en bloque. Envalentonado, merced a las latas de cerveza que bebió antes del encuentro, Javier elevó el brazo derecho y, con un silbido grosero, demandó algunas prostitutas. Raudamente, cuatro féminas levantaron sus colosales retaguardias para trasladarse hacia donde las aguardaban esos adolescentes. Lo hicieron con gran deleite, pues sabían que los colegiales eyaculaban sin demora e invertían sus recursos en ese placer efímero con absoluta liberalidad. El mocerío local era, entonces, su clientela favorita.
Habiéndose distribuido las mujeres de acuerdo con el primer contacto visual, los condiscípulos empezaron a escanciar la cerveza que trajo solícitamente un mesero del lenocinio.
- ¡Salud, mi amor! –dijo Ernesto, observando la figura esférica de su acompañante–. Quiero que no esté fría cuando empiece mi show.
- ¿Show? Tendrías que hablar de “Show del chiste”, estimado gallo –señaló Matías, causando una risotada general.
- Ya van a ver, preciosas: nosotros somos famosos porque nos pagan por tener sexo –afirmó Javier, notablemente excitado–. Aquí nadie acaba hasta que su pareja se lo ruega.
- Así me dijo uno la otra noche; pero, ni bien estuvo adentro, terminó –manifestó Raquel, recibiendo el aplauso de sus colegas–. ¡Ojalá sean armados, por lo menos!
- ¡Eso es una provocación! –expresó Andrés, levantándose para ir a solicitar pieza– Ahora mismo, queridos jóvenes, nos vamos a probar nuestras habilidades.
Matías jamás había visto a una mujer desnuda. Cuando Andrés le hablaba del encuentro sexual que tenía frecuentemente con su empleada, él se imaginaba cómo sería penetrar a esa quinceañera provinciana, domiciliada en la ciudad debido al tema laboral. Nunca olvidó esa vez que, mientras su mejor amigo se duchaba para salir al cumpleaños de Fernanda, ella lo invitó a mirarla desvestirse: durante pocos segundos, apreció su cuerpo moreno, las nalgas abultadas, los senos hipnotizantes; empero, antes de quedarse sin ninguna prenda, lo llamó Andrés desde la otra habitación. En puridad, su desnudez había sido parcial. Por eso hallarse frente a una varona totalmente desabrigada le provocaba cierta zozobra; aunque fuese golfa, quería que lo recordara como un amante perfecto, capaz de saciar los más peregrinos deseos mujeriles. La realidad fue otra.
Graciela, su circunstancial compañera, tenía la gracia que uno solamente puede hallar en una mujer cuando está borracho. Sobrio, consciente de sus actuaciones, Matías habría preferido evitar cualquier contacto con ella. Mas la situación era distinta: los futuros bachilleres acordaron copular juntos la misma noche, aunque con variadas locas; por tanto, los arrepentimientos y la moralidad no tenían cabida. Sin haberse dado cuenta del momento en que logró desvestirlo, él la vio tomar un preservativo, romperlo con los dientes y colocárselo en el pene, rígido pese a sus dubitaciones virginales. Ardentísimo, tras verla acostada de espaldas en ese miserable camastro, se le puso encima e inició la penetración. Aunque Graciela quiso detener el bombeo porque Matías estaba golpeando su propia cabeza con la espalda del catre, éste siguió haciéndolo así, puesto que sospechaba cuál sería su verdadero aguante. Acabó pocos segundos después. Con ternura maternal, ella le dijo que lo había hecho bien. Claro, era su primera vez, quizá en la otra visita le enseñaría nuevas posiciones o, si seguía siendo tan lindo, hasta podría regalarle una sesión de sexo oral.
Presenciar la higienización de una ramera marcó a muchos mortales. Utilizando el bañador que permanecía en la esquina derecha del cuartucho, la fémina se ponía de cuclillas y procedía a lavar su sexo con suma tranquilidad. Una vez que dicha zona estaba limpia, empleaba el ungüento dejado adrede por los operarios del local para evitar severas infecciones. Paso seguido, empleando un cepillo rojo, se acomoda la guedeja para conquistar al próximo cliente. Obrando de esta manera, cualquiera podría suponer que no había sido montada en todo el día.
Con el objetivo de probarle al grupo que hacía gozar por largo tiempo a cualquier mujerzuela, uno debía experimentar todo ese acontecimiento detersivo. Lo gracioso era cuando, molesta por las demoras que le imploraba el adolescente, ella le ordenaba salir del cuchitril bajo amenaza de golpearlo. Por supuesto, el efebo terminaba saliendo para mofarse de los que lo aguardan afuera. Él había durado más; consiguientemente, su masculinidad no sólo merecía ser reconocida, sino también venerada. Según las convenciones vigentes, los eyaculadores precoces debían ser mortificados en público hasta que unas cuantas peleas les devolvieran el honor perdido.
La noche concluía satisfactoriamente. Fuera del inmoral edificio, los futuros bachilleres planificaban qué hacer durante las próximas horas de la madrugada. Depauperados por el suceso venéreo, algunos querían irse a dormir; otros, en cambio, cargando aún billetes, deseaban seguir la jarana.
- Yo estoy más yesca que Don Ramón –aclaró Matías.
- A mí no me quedan más que veinte bolivianos –precisó Javier, exhibiendo un mugroso billete con algo de lápiz labial.
- ¿Veinte pesos? A tu lado, yo soy un mendigo –bromeó Ernesto–. Este tire me dejó en la calle.
- Ni modo, pues. Nuevamente, tendré que ser el padrino –concluyó Andrés, generando gran alborozo–. Claro que, antes de seguirla, vamos a comer unos pollos.
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(*) Contenido en Estertores de inocencia, mi nuevo libro que saldrá próximamente.
Comentarios
Enrique: Es fascinante lo que he leido. Engancha de principio a fin, me encanto el titulo, antes tuve que ir a averiguar su significado jejejeje. (deberia incluir diccionario), les harias un enorme favor a los de la Real Academia, ademas de ampliar nuestro lexico.
"Deseo...deseo... deseo... que tenga un rotundo exito...."
!concedido!.
espero con ansias el libro!!!
tengas un buen dia...besitoss!!!!
En el encuentro de blogófilos y gentes afínes, sería más que grato el contar con tu presencia.
Este magno evento se celebrará el 3 de marzo.
Más datos, en Plan B.
Va un abrazo atemporal.
(luego vuelvo a leer tus letras, pintan interesantes)
Saludos
Que decia Borges sobre la distancia, eh?. !ves!!!! Borges siempre pensando en todo. jajjaa. un abrazozozote en este dia donde por aacaaaaaaa festejamos el dia de la amistad.
Che =D para cuando nuestro libro?, van como tres meses que decimos, tomemos un cafe y no ha pasado a mas...
Cual es el problema?, vos o yo? jajajajaja, ohhh espejito =D...
Nos vemos amigo mio.
Gracias por retarme a evolucionar, esto se pone inquietante. WAR!!!!!
abrazos
Como lectora, aparte de lo comercial del tema, no me gusta como escribes. Eres bueno en los asuntos intelectuales, pero las crónicas se sienten, y se hace que el que las lea sienta lo mismo que vos, o por lo menos, algo parecido. Tus frases son muy racionales y muy poco pasionales, como amerita el tema.
En fin, parece que de todas maneras, tus amigos te leerán...