No recuerdo cuándo fue la primiceria vez que tomé un libro, leí su contenido y remiré las páginas hasta memorizarlo parcialmente. Lo axiomático es que la relación apasionada con los textos jamás pudo ser interrumpida.
Debido a mi afección, visitar asiduamente las librerías está prohibido; no hay peor pedigüeño que uno enfermo de bibliofilia. Ahora bien, con el propósito de ladear quiebras económicas o deudas eternales, recomiéndoles frugalidad a quienes padecen del mismo mal (toda exageración –en este caso, gula literaria- arruina el billetero). Noramala, por supuesto, para los ascendientes.
El olor del libro añoso enerva mis inhibiciones comerciales; quizá sea el resultado de una perversión olfatoria. Mercar tratados que fueron publicados hace varias décadas consigue fácilmente llevarme al paroxismo. Revisando sus cuartillas, me doy cuenta de que las defectuosidades grabadas por el tiempo ilustran la obra como nadie podría lograrlo. Conocer la fechación demanda imaginar el momento en que un escribidor pudo abofetear a los refractarios de la cultura.
Tras examinar una biblioteca llena de colecciones onerosas, empiezo a preguntarme si el propietario la emplea realmente. Muchos lomos áuricos, así como la falta de volúmenes usados, permiten columbrar que su función es decorativa. Aunque nuestra pátina sapiencial desaparezca, lo juicioso sería donar esos escritos, exánimes gracias a la pigricia del dueño.
Cada cual sabe cómo cuidar de sus títulos. Personalmente, aborrezco los acápites resaltados y las notaciones al lado del pasaje favorito. Tampoco me agrada el hábito de doblar la parte superior del folio para socorrer a un lector perezoso, incapaz de señalar las hojas ignotas con una tarjeta o papel cualquiera.
Aquellos individuos que promocionan la “lectura veloz” entre nuestros leedores son dignos del extrañamiento. Esa técnica es tan poco avisada que ningún gran pensador ha recomendádola. Quisiera ver a sus practicantes leer las obras de Kafka, Cervantes, Heidegger Dostoievski o H.C.F. Mansilla, disfrutando del tenor como lo hace el resto de los mortales. Todo autor merece ser leído sin premura.
No discuto que existan soserías literarias. Difiero de los sujetos que hallan luces en cualquier título. Numerosos libros son perfectibles; algunos, inaguantables. Después de haber leído los últimos, sólo queda reiterar esta frase borgiana: “La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”. Empero, es preferible obsequiar dichas creaciones antes que botarlas al muladar.
A diario, durante el conticinio, sonrío porque mis lecturas siguen aumentando. La delectación es indescriptible. Dado que también soy escritor, mundifico mi producción analizando manuales de historia, tratados filosóficos, narraciones policromas, o aun solazándome con Paulovich, Molière, Quevedo y Sofocleto. La literatura nos depara un ecumene; si omitimos su conocimiento, ensombreceremos nuestra vida. Quien no lea un poemario, cuento, novela o ensayo, teniendo las posibilidades de hacerlo, no necesita ser sancionado: su rusticidad es la mayor penalización.
Tal vez sea una declaración vesánica, pero lo cierto es que priorizo la lectura y escritura en detrimento de mis vínculos sociales. Estoy alejándome del paloteo corriente porque ya me cansaron las frivolidades. Al final, es más sencillo cerrar un tomo mediocre que convencer a una persona imbécil de su yerro.
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