A Revel los hechos le
interesaban más que las teorías y nunca tuvo el menor empacho en refutarlas si
encontraba que no eran confirmadas por los hechos.
Mario
Vargas Llosa
Si estudiáramos la
historia intelectual del siglo XX de Francia, notaríamos cómo cuantiosos
pensadores asumieron posturas socialistas. Sartre, sin duda, es el caso más
conocido; empero, dista mucho de ser único en ese despropósito. Tenemos a Louis
Althusser, comunista y asesino de su mujer, al igual que Régis Debray, cuyo
romanticismo aventurero mostró flaquezas cuando estuvo preso en Bolivia. Lo
bueno es que un linaje tan nocivo como ése, responsable del engaño de
innumerables personas, no ha contaminado a todos sus conciudadanos.
Efectivamente, así como encontramos a esa gente, nos topamos con filósofos que
se inclinaron por reivindicar la libertad. Para este fin, se valieron de la
razón, procurando aproximarse siempre a lo que podríamos considerar verdadero. Una
de estas esclarecidas mentes nació hace ya 100 años, muriendo en 2006:
Jean-François Revel.
En
1970, Revel publicó Ni Marx ni Jesús.
Se ocupó entonces de un poderoso concepto: la revolución. Desde su perspectiva,
la única sociedad capaz de protagonizar un auténtico suceso revolucionario era
Estados Unidos. Sus particularidades, el hecho de haber sido forjado en favor
del individuo y la libertad, sustentaban esa tesis. Ningún otro país había
conseguido los cambios cualitativos que fueron alcanzados por allá. Sí, hubo
racismo consagrado por las leyes; sin embargo, la propia dinámica social hizo
factible su pérdida de vigencia. Asimismo, las rebeliones estudiantiles de
Alemania y Francia, por ejemplo, se originaron en esa nación del norte. Sea en economía,
política o cultura, el mundo debía reconocer ese motor de transformación. Lo
curioso es que sus detractores pretenden ser los verdaderos revolucionarios,
aunque, cuando llegan al poder, no modifican nada sustancial, salvo sus
privilegios. El antiyanquismo ha impedido admitir esta verdad.
Lamentablemente,
así como hay sujetos que se hacen pasar por revolucionarios, existen otros
también criticables, diestros en embaucar al electorado, prometiendo fantasías
sin cesar. Lo peor es que, aun cuando la tecnología permita descubrir sus
falsedades, no todos logran hacerlo. Esta situación es expuesta por Revel en un
libro de 1988, El conocimiento inútil.
Subrayo que lo sostuvo antes de Internet: por más que tengamos formidables
facilidades de acceso a la información, incluyendo enormes bibliotecas
digitales, las supersticiones, patrañas y falacias se mantienen firmes. En
distintas partes de dicha obra, nuestro combativo autor demuestra cómo las
mentiras del socialismo continúan multiplicando sus creyentes. No importa que
sus fracasos estrepitosos y homicidas hayan sido explicados en incalculables
investigaciones; ese descomunal bagaje de datos resulta vencido por la
propaganda. Un mínimo de voluntad nos liberaría del artificio, la manipulación,
las trampas igualitarias.
A
diferencia de otros intelectuales que, sin ningún conocimiento, se decantan por
juzgar acontecimientos del planeta entero, don Jean-François indagaba y, sobre
tal base, recién opinaba. Lo hacía con una claridad del todo contundente. Si,
por ejemplo, se quiere saber qué pensaba acerca de América Latina, cabe leer el
gran prólogo escrito para Del buen
salvaje al buen revolucionario (1976), de Carlos Rangel. Allí, sin
vacilaciones, expresa su rechazo a mitos que, como pasa con el castrismo,
fascinaron a ciudadanos del Viejo Continente, pero amargaron a
latinoamericanos. Él mismo reconoce que los europeos han alimentado
concepciones imaginarias de esta región. Fueron igualmente ellos quienes, en su
momento, apoyaron guerrillas, celebraron golpes izquierdistas, defendieron
indígenas que desprecian la democracia. Con todo, la lección sirve para
cualquiera: no debemos resignarnos a que la mentira impere, afectando nuestra
libertad e impidiendo que estas sociedades se vuelvan prósperas.
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