Todos los
liberales son demócratas,
aunque no todos
los demócratas son liberales.
Leslie Lipson
Cabe comenzar sin vueltas: la superioridad del liberalismo tiene que ver con
su rechazo a las dictaduras, entre otros aspectos por demás de relevantes. No interesa
que tales regímenes anuncien un futuro favorable, vale decir, una sociedad en
donde, más adelante, supuestamente, según ellos, se consiga un mayor margen
para la libertad. No sin muertes y sufrimiento, hemos aprendido que la desconfianza
frente al poder es el camino a seguir si pretendemos una convivencia civilizada.
Esta experiencia se ha traducido en una serie de mecanismos institucionales que
procuran evitar la extralimitación del gobernante, quien, aun cuando nos caiga
muy simpático, puede colocarse por encima de las leyes y dejarnos sin opciones
para reclamar por cualquier arbitrariedad. Porque nadie nos garantiza que un individuo,
incluso uno de buena fe, desestime la tentación de volverse abusivo.
Los liberales se levantan contra el poder ilimitado. Su
concentración en un grupo reducido o una persona es una fuente de peligro. Que uno
solo mande, por tanto, es un hecho claramente incompatible con esta doctrina. No
importan las circunstancias: un gobernante sin restricciones debe movernos al
recelo. Ya sabemos qué pasó con los experimentos del despotismo ilustrado. Por
mucho que haya deseado el bienestar del prójimo, los avances llegaban merced a las
concesiones de un monarca, pero también había retrocesos cuando su ánimo
cambiaba. Depender siempre del favor de las autoridades no resulta útil para imaginar
la mejor realidad posible. Por otro lado, queda la tarea de justificar su llegada
al poder. Hasta ahora, aunque se hayan dado grandes equivocaciones históricas, ser
consagrado por las urnas sigue siendo lo menos perjudicial para la sucesión pacífica
de un presidente.
Es innegable que la democracia puede ser objeto de crítica.
De hecho, en las distintas épocas, encontramos liberales que se decantaron por
cuestionarla. Tocqueville expresó sus temores en torno al riesgo de una tiranía
mayoritaria. Hayek, por su parte, fue claro en el rechazo a una forma
ilimitada. Con todo, ha sido el mejor modo político de liquidar un orden basado
en privilegios. No se debe olvidar que la lucha por tener igualdad jurídica es esencialmente
liberal. No es casual que Mises, Popper, Aron, Revel, así como, entre los
hispanohablantes, Rangel, Montaner y Vargas Llosa, por citar algunos considerables
nombres, se hayan pronunciado en favor del sistema democrático. No ignoro, por
cierto, que determinados intelectuales han incurrido en despropósitos; sin
embargo, éste es un asunto de naturaleza personal. El hecho de que un liberal apoye
a Putin o Bukele, por ejemplo, no sirve para condenar al resto.
En el fondo, quienes se inclinan por prácticas
autoritarias evidencian su predilección por una concepción reduccionista del
liberalismo. Sí, defienden la propiedad privada, el libre comercio, etc.; no obstante,
cuando se habla de su dimensión política, pueden colocar reparos. Desde su
perspectiva, Singapur, China y, en otros tiempos, el Chile de Pinochet no
justifican reproches. Prácticamente, deberíamos celebrar que haya gobernantes
sin aprecio por la democracia, mas dispuestos a proteger sólo derechos
patrimoniales. El problema es que, en cualquier momento, ese autócrata cambia
de postura y hasta sus propios veneradores se vuelven víctimas del abuso de
poder. El respeto al Estado de Derecho, a las reglas constitucionales y, por
supuesto, al orden democrático-liberal, donde toda minoría sea salvaguardada en
relación con sus derechos fundamentales, debe ser nuestro marco a reivindicar.
Nota pictórica. Un jefe es una obra que pertenece a Pável Nikoláyevich Filónov (1883-1941).
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