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El estatismo como enemigo central

 

 

Poner el hombre al servicio de ese instrumento es perversión política. El ser humano como individuo es para el cuerpo político, y el cuerpo político es para el ser humano como persona. Pero en modo alguno el hombre es para el Estado, sino el Estado para el hombre.

                                                                                           Jacques Maritain

 

Aunque suene seductor, yo no pienso caer en una exageración, vale decir: proclamar la necesidad de acabar con el Estado. Por mucho que comparta reflexiones de Thoreau, Max Stirner y Michel Onfray, entre otros anarquistas, no encuentro allí una salida razonable para enfrentar diferentes problemas. Es cierto que, a lo largo de la historia, numerosos gobernantes provocaron críticas al respecto. En lugar de facilitarnos soluciones, amargaron nuestros días con trabas, penalidades e incontables ineptitudes. Por ello, sin demora, podríamos elaborar una lista de males que deben ser atribuidos a esa molesta creación humana. No obstante, la imperfección que caracteriza a los hombres, sus ambivalencias en cuanto al bien y el mal, resumiéndolo, torna necesaria su presencia. Aludo a una estructura institucional que permita una convivencia tan pacífica cuanto razonable. La desgracia es que se cometen excesos.

            Allí en donde no exista interés privado, bajo el principio de subsidiariedad, la presencia del Estado puede juzgarse aceptable. Nuestro problema central es su degeneración: el estatismo. De una necesidad sensata, buscando cómo se protege la vida, libertad o propiedad, pasamos a creencias contraproducentes. Así, aun cuando la realidad lo desmienta, se considera al Estado como el único llamado a terminar con dificultades e insuficiencias ciudadanas. Puede ser la salud, pero también el proceso de formación educativa; no importa, todos los caminos conducen a dominios burocráticos. Empero, cuando revisamos la calidad de sus servicios, ninguna supera lo que ofrece el sector privado. Puede haber excepciones como, por ejemplo, un estudiante prodigioso en escuela fiscal. Esto mismo podría ocurrir en el campo de la salud. El punto es que se suele tratar de casos aislados.

La veneración del Estado tiene como consecuencia el desprecio al individuo. En lugar de creerlo capaz del esfuerzo más productivo, se lo presenta como una criatura sin autosuficiencia. Peor aún, no importa que se busque la unión para resolver problemas comunes: mientras se prescinda de las instancias gubernamentales, en cualquier nivel, ninguna medida sería del todo certera. Hay que contar, pues, con la bendición de quien, sentado en su poltrona administrativa, nos ordena hacia dónde ir. No es casual que, en esta lógica, se nos muestre como menores, hasta incapaces, justificándose hablar de otra tara vigente: el paternalismo. Son poderosas patologías que continúan siendo útiles para explicar la cuestionable realidad nacional. Además, forman parte de convicciones tan arraigadas que su corrección parece ya un milagro.

Desde luego, se puede dar el caso de un Estado mínimamente estructurado, pero que cuente con gobiernos corruptos e inútiles. Supongamos que, en un momento de cordura, los poderes estatales, sus objetivos y prerrogativas, fuesen reducidos. Aun cuando este prodigio pasara, podríamos estar ante una situación que resulte negativa. Porque nunca estaremos libres del padecimiento causado por regímenes que, aunque tuviesen funciones escasas, son de pésimo desempeño. Con todo, existe una diferencia fundamental: por más inepto que sea un gobernante, el hecho de no tener una gran maquinaria a su disposición le impedirá consumar mayores destrucciones. Lo mismo sucedería con su abuso de poder, puesto que, mientras tengan menor injerencia en nuestras vidas, los daños no serán tan terribles. Su peligrosidad, por ende, guarda relación con el margen que se le ha reconocido para dirigir el Estado.

 

Nota pictórica. La oficina de correos es una obra que pertenece a David Blythe Gilmour (1815-1865).



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