Un racionalista
es sencillamente un hombre que concede más valor a aprender que a llevar la
razón; que está dispuesto a aprender de otros, no aceptando simplemente la
opinión ajena, sino dejando criticar de buen grado sus ideas por otros y
criticando gustoso las ideas de los demás.
Karl R. Popper
Con
seguridad, si alguien pretendiese distanciarse del resto de los animales, pues
lo somos, marcando una diferencia tan profunda cuanto incomparable, subrayaría
su inteligencia. Según esta previsible observación, nada superaría nuestra
capacidad de pensar. El cerebro del ser humano podría producir maravillas,
prodigios, quedando lejos de las otras especies. Todos pueden sentir dolor, por
ejemplo, pero únicamente nosotros estaríamos en condiciones de reflexionar.
Esta superioridad, no sólo particularidad, quedaría plasmada en diversos e
incontables productos del ingenio que nos resulta común. En efecto, si tenemos
presente números, operaciones, conceptos, teorías, sistemas, aunque también
inventos de cualquier naturaleza, una obra superior sería evidente. Hace mucho,
teniendo en cuenta estas posibilidades, Aristóteles y Tomás de Aquino
consagraron una fórmula que, usando apenas dos palabras, vuelve posible nuestra
definición: animales racionales.
En Los ídolos de
Bacon, Francovich hace una modulación que nos interesa. Con sensatez,
sostiene que “el hombre no es racional: se hace racional”. Esto significa que,
entre nosotros, el uso de la razón es una posibilidad. No es que, de modo
ineludible, sin esfuerzo alguno, todas las personas llegan a contar con esa
condición. No, para el acceso a dicho estadio, planteémoslo así, hace falta que
trabajemos. Sea describiendo, explicando, interpretando o hasta comunicando, la
mente no permanece inactiva. No me refiero a simples impulsos que dejan en
evidencia la vida del cerebro; aludo al enfrentamiento de retos problemáticos.
Con todo, podemos equivocarnos. Ocurre que, si bien, por voluntad, entusiasmo y
disciplina, nuestra mirada puede calificarse de racional, en el fondo, errar
resulta siempre posible.
Es importante destacar que, aun cuando lleguemos a ser
racionales, nuestros pensamientos no tendrán la misma calidad. Por un lado,
tenemos una diferencia de complejidad. Hay personas que se limitan a realizar
un solo esfuerzo para comprender cualquier asunto. Ellos se quedan satisfechos,
sin ninguna queja, con lo que descubren en su primer acercamiento. No superan,
pues, los cómodos límites de lo sencillo. Además de quedarse a ese nivel,
bastándoles lo elemental, evitan la profundización. Por cierto, para muchos,
demasiados sujetos, la superficie no es sino el único plano importante. Si la
condición de animal racional ofrece alguna gran bondad, ésta consiste en
posibilitar que ampliemos nuestros conocimientos. Hay que avanzar hasta donde
nos resulte posible, buscando mejores respuestas, complejas, profundas.
Por último, conviene relacionar la racionalidad con el
conocimiento de nuestras posiciones. Lo señalo porque, en su Autobiografía de un hombre feliz,
Benjamin Franklin plantea una idea que resulta significativa: el hombre es una
criatura razonable. Pensemos en nuestra capacidad de dar explicaciones. Sea
buena o mala, una causa que nos importe podría ser motivada por nosotros. Estamos,
por tanto, en condiciones de respaldar lo que hagamos, empleando una, varias
ideas. Lo más fácil es hallar justificaciones válidas para llevar a cabo un
hecho que, mayoritariamente, se considera bueno; empero, podríamos reivindicar algo
impopular. Cada uno debería optar por amparar lo que juzgue correcto, las
mejores razones. Para conseguir este propósito, no valdrán las contestaciones proporcionadas
por terceros, sino que dependeremos de nosotros mismos. Es la carga impuesta
por el hecho de intentar ser racionales.
Nota pictórica. En el puerto es una obra que pertenece a don Aurelio Arteta (1879-1940).
Comentarios