Todos
nosotros estamos embarcados en la modernidad; la cuestión está en saber si lo
estamos como remeros de galeras o como viajeros con sus equipajes, impulsados
por una esperanza y conscientes también de las inevitables rupturas.
Alain Touraine
Si revisáramos el pasado que tenemos en común, advertiríamos algunos
cambios de relevancia. Pienso en las formas de relacionarnos con los demás,
fundamentalmente cuando media el ejercicio del poder. Porque no ha existido una
fórmula que, como dictado de la naturaleza, nos haya acompañado sin excepción
alguna. La realidad humana es, pues, dinámica, resistiéndose al estancamiento
que, a lo mejor, anhelan ciertos partidarios del orden extremo. Así, examinando
lo sucedido en las diversas épocas, notamos que, en resumen, hemos sido esclavos,
siervos y ciudadanos. En otras palabras, no hemos tenido ningún derecho, siendo
tratados como cosas; después, merecimos la gracia del señor feudal, quien nos
protegía a cambio de trabajar sus tierras; por último, tras profundos
conflictos, como las revoluciones modernas, conquistamos un estadio superior. Tenemos
ahora libertades, tanto civiles como políticas, ligadas a la condición de
ciudadanos.
Logro de la especie y todo lo que quieran, nada garantiza
su aprovechamiento satisfactorio. Ser ciudadano puede convertirse, por
desgracia, en una quimera. Nadie nos libra del retroceso. Sucede que, según su
concepción antigua, la ciudadanía implicaba ser obediente ante los mandatos del
legislador. Con el advenimiento de la modernidad, se presenta algo novedoso. El
individuo se vuelve protagonista; la propia existencia del Estado depende de su
voluntad. De acuerdo con esa lógica, su calidad no se agota en la mera
obediencia. Es más, lo distintivo sería la crítica del mandato, incluso su
desacato. Esta posibilidad de cuestionar, sin embargo, no contemplaría sólo
asuntos legales, sino igualmente políticos, económicos, culturales: todo lo que
atañe a la problemática social.
Conforme a Octavio Paz, la modernidad se asocia con dos
conceptos: crítica y autocrítica. Atendiendo a esta reflexión, además de
cuestionar asuntos que incumben a nuestra convivencia, concentrándose en el
actuar del prójimo, la ciudadanía conlleva juzgar el comportamiento propio. Sin
esas dos capacidades, siendo serios, no podríamos hablar de ciudadanos que sean
ejemplares, o algo similar. Ocurre que, en ocasiones, cuando percibimos
problemas de carácter social, nos inquietamos, buscando a los responsables,
pero sobre una premisa falsa: ellos son siempre los culpables. De esta manera,
políticos, del oficialismo u oposición, empresarios, cívicos, militares,
periodistas, entre otros mortales, serían quienes causan todos los males. Nosotros,
a lo sumo, resultaríamos víctimas de engaños electorales o conspiraciones que
rebasan las fronteras nacionales. Nada justificaría el examen crítico de
miserias que son propias.
Lo cierto es que la responsabilidad de los ciudadanos nunca resulta menor. Diariamente, tomamos decisiones que pueden afectar la vida en común. Si hay un orden civilizado, es el producto de la racionalidad y sensatez que distinguen a cada uno. En caso de pasar lo contrario, seguramente, habrá sitio para nuestra condena. Las evidencias se hallan en distintos ámbitos. Somos electores, pero también veneradores de caudillos; exigimos que se haga justicia, mas corrompemos a jueces, fiscales y policías; cuestionamos el amarillismo, en prensa o redes sociales, aunque disfrutamos del circo mediático. Acoto que hay quienes critican la inmoralidad del resto; no obstante, cualquier análisis objetivo de su presente revelaría una indecencia mayor. Tal vez la modernización del ciudadano sea uno de los enormes retos que corresponde asumir en estos tiempos.
Nota pictórica. Después de la lucha es una obra que pertenece a Eugeniusz Zak (1884-1926).
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