En síntesis, la adopción de la reflexión política consiste en aceptar que
el mundo no está determinado en exclusiva por la necesidad natural, sino que es
susceptible de elección humana.
Michael Oakeshott
No es una creación divina ni tampoco un engendro de la naturaleza. Desde
hace siglos, con la llegada del mundo moderno, gracias a Hobbes y otros
pensadores, el Estado debe ser considerado como una invención del hombre. Dado
que no somos perfectos, ni mucho menos, lo mismo podría ocurrir con nuestros
productos. Se trata de una creación falible, mejorable, aunque también
susceptible de ser destruida. Como sucede con una herramienta, puede pasar que
ya no resulte útil; en consecuencia, preservarla sería un despropósito. Nadie
quiere un martillo, por ejemplo, que no sirva para golpear nada. Parte de su
esencia tiene que ver con esa función. Por supuesto, un asunto capital radica
en saber para qué sirve. Porque tiene que haber alguna explicación al respecto.
El Estado debería servir a los individuos que componen su
sociedad. Sin éstos, obviamente, no tendría sentido hablar de autoridades
públicas, instituciones, leyes o, en general, burocracia. Es la piedra de
toque, un elemento que no cabe despreciar cuando nos decantamos por emitir
juicios sobre tal cuestión. Entretanto establezca y asegure condiciones que
favorezcan nuestra relación con los demás, un marco que aporte al hecho de
tener una convivencia razonable, correspondería reconocer su necesidad. Lo
estatal, en sus diferentes manifestaciones, resulta defendible si, verbigracia,
nos garantiza un escenario donde las agresiones a la vida y propiedad sean
castigadas. Esta concepción antropocéntrica, más aún individualista, puede ser
matizada con otras preocupaciones adicionales. Así, lo central pasará por la
salvaguarda de los derechos que tiene cada uno; sin embargo, pueden
considerarse aspectos relacionados con el resto.
Siendo protagonista de su creación o mantenimiento, el individuo
tiene derecho a criticar al Estado. Es una facultad que no se pierde ni tampoco
precisa de reconocimiento oficial. Si está para implementar reglas que
prevengan o resuelvan problemas de convivencia, esa organización puede ser
observada. Cualquiera está en condiciones de cuestionar aspectos que juzgue
negativos, promoviendo cambios, incluso radicales. Esto hacen los
revolucionarios, desde luego, impulsando una transformación total de la
sociedad, lo cual implica liquidar esa estructura estatal. Igualmente, sus
reformas parten de observaciones críticas que son efectuadas por gente
disconforme con la realidad, quienes aspiran a tener un mejor presente. Por
cierto, las posibilidades no se agotan sólo en plantear modificaciones que deba
sufrir un Estado para seguir vigente; es asimismo posible deliberar sobre su
división o extinción.
Hay que dejar de lado sentimientos, emociones, pasiones varias. Es verdad que no somos únicamente animales racionales, como se desearía para evitar distintos problemas. No desconozco que haya quienes se conmuevan por ver una bandera, escuchar un himno nacional o, entre otras experiencias, apreciar exóticas artesanías. Ese romance debe ser un tema secundario cuando nos preguntamos acerca de la viabilidad del Estado. Ser patriota no es una condición de cumplimiento forzoso para poner en cuestión la existencia del país. Lo fundamental es pensar en la mejor manera de convivir. Si el proyecto de vida en común no concuerda con esas regulaciones, un grupo puede seguir su propio camino. Discutir acerca de esta posibilidad no debería ser censurado ni, peor aún, penalizado. Vetar estos debates puede ser una invitación a usar otros medios, corriéndose el riesgo de combinar discursos con violencia.
Nota pictórica. El último día de Pompeya es una obra que pertenece a Karl Pávlovich Briulov (1799–1852).
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