La tarea de los hombres de cultura es hoy más que nunca la de sembrar
dudas, no la de cosechar certezas.
Norberto Bobbio
A fines del siglo XVI, Francis Bacon lanzó una idea que, reformulada
luego por Hobbes, ha sido repetida en incontables ocasiones: el conocimiento es
poder. En este sentido, así como la fuerza puede servirnos para imponer nuestra
voluntad, lo propio haría el saber. Alejarse de la ignorancia, por ende,
traería consigo el fortalecimiento del que siguiera ese camino. Si esto es
cierto, al ser más poderosos, los que tienen mayores conocimientos tendrían una
responsabilidad especial. No planteo que se los consagre como dioses o
criaturas infalibles, pues sería esto absurdo. Hasta el ser más inculto cuenta
con la misma dignidad del erudito. El punto es que, aunque podamos
cuestionarlos luego, en principio, por su esfuerzo, experiencia e indagaciones,
su palabra tendría un peso significativo para los demás. El sabio puede ser una
suerte de faro que nos oriente.
No deberíamos suponer, sin embargo, que esos grandes conocedores de la
realidad se brindan siempre en favor del prójimo. Nada nos garantiza que sus
decisiones ayuden al mejoramiento de la vida. La historia tiene penosos
ejemplos al respecto. Pienso en un reciente libro del investigador Eric
Frattini, Los científicos de Hitler.
En sus páginas, cuenta la historia de la Sociedad para la Investigación y
Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana (Ahnenerbe). Fue una organización
que congregó a científicos, es decir, gente con apego al conocimiento racional,
para sustentar esa peligrosa tontería de la supremacía aria. De este modo, el
saber se puso al servicio del poder político, dejando que éste lo utilizara
incluso para legitimar la eliminación de grupos diferentes, supuestamente
inferiores.
Imaginando los excesos que pueden ser cometidos con la cooperación de
investigadores, teóricos y demás, Karl R. Popper se ocupó en 1968 del asunto. Brindó
entonces una conferencia que, precisamente, versaba sobre la responsabilidad
moral del científico. Así, modificando el famoso juramento de Hipócrates, formuló
tres reglas fundamentales. En primer lugar, señaló que debíamos esforzarnos por
contribuir al desarrollo del conocimiento, pero con humildad, vale decir,
siendo conscientes de que nuestra ignorancia es infinita. Por otro lado,
teníamos que respetar a todos quienes nos habían precedido en esa búsqueda de
la verdad, evitando arrogancias y modas intelectuales. Por último, sostuvo la
necesidad de ser leales a los demás, previendo y vigilando los posibles riesgos
al aplicar nuestros planteamientos teóricos.
Al margen de las normas antes explicadas, Popper precisa que hay una obligación especial, un deber atribuible a los científicos sociales. Desde su perspectiva, estos hombres de análisis y crítica se deben esforzar para cumplir dos tareas esenciales. Por una parte, corresponde que, si descubren instrumentos de poder, mucho más cuando éstos persiguen afectar la libertad, den a conocer su hallazgo, difundan las advertencias del caso para todos. No pueden quedarse callados tras toparse con esa novedad. Pero, además, por otro lado, estos intelectuales tienen que trabajar para lidiar, de modo efectivo, con ese problema. No es suficiente con anunciar el advenimiento de jornadas oscuras; resulta necesario que hagamos algo para evitar su arribo. Sin duda, todos podemos contribuir a esa causa; no obstante, los que ignoran un poco menos que el resto pueden ofrecer un mejor enfoque del asunto. Nos servirán sus dudas, perplejidades y hasta certezas. La comprensión de nuestra compleja convivencia lo agradecerá.
Nota pictórica. Un profesor visitando la aldea es una obra que pertenece a Vladimir Makovsky (1846-1920).
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