Nunca hubo, en ninguna parte, escasez de personas ansiosas por encontrar
una lógica a su desdicha, a sus humillantes derrotas y a las frustraciones de
su vida, cargándoles la responsabilidad a las malévolas intenciones y
monstruosas conjuras de otros.
Zygmunt Bauman
La historia del ser humano permite que contemplemos el pasado con un
orgullo más o menos moderado. Tenemos motivos para sentir cierta complacencia.
Es verdad que los avances políticos, económicos, culturales, entre otros, no
han sido fáciles de conseguir; por lo contrario, su obtención fue regularmente
la consecuencia del mayor esfuerzo. Los adelantos han llevado, pues, el signo
de una pesada perseverancia. Cabe añadir a este complejo panorama el hecho de
que los progresos sean provisorios. Nada nos garantiza que las conquistas
relacionadas con los derechos humanos, por ejemplo, impidan regresos a la
barbarie. Porque, así como se puede realzar la obra del hombre, corresponde asimismo
experimentar el estupor, los arrepentimientos, la vergüenza. Somos la Capilla
Sixtina y el pensamiento del formidable Platón; no obstante, nos representan también
los campos de concentración.
En el catálogo de vilezas e infamias humanas, el
Holocausto sobresale con facilidad. Pretextando la existencia de una supuesta
jerarquía racial, se legitimó el aniquilamiento del prójimo. Es más, la razón,
esa facultad que había sido ejercida para descubrir errores, percatarnos del
engaño, incluso tratar de ser mejores personas, tuvo una utilización harto
perjudicial. Se pensó en la manera menos ineficiente de consumar un asesinato
colectivo. La tecnología acudió al llamado del odio. La cámara de gas es un
símbolo que sirve para evidenciar esa perversión. Así, con toda su crudeza, se
levantaron campos de exterminio. Fueron creaciones hechas para gloria de la monstruosidad
ideológica, cuya realización nunca será superfluo conocer. Por fortuna, tenemos
testimonios varios, destacándose el informe sobre Auschwitz que Leonardo de
Benedetti firmó junto con Primo Levi. Gracias a ellos, se expone la logística homicida.
Sin duda, el genocidio perpetrado por los nazis es tan
conocido cuanto repudiado. Hay numerosos libros y películas, por citar algunas
manifestaciones artísticas, que contribuyen a su recuerdo. Pese a ello, aun
cuando las miradas se hayan concentrado en Alemania y Polonia, la bestialidad
tuvo un recorrido mayor. Efectivamente, tal como Tomás Abraham lo explica en su
nueva obra, La matanza negada.
Autobiografía de mis padres, Rumania tiene algo que decir al respecto. De
hecho, su contribución a los padecimientos del pueblo judío no es
insignificante: 350.000 muertos. Además, de acuerdo con lo indagado por dicho
autor, no hubo allí eliminaciones sofisticadas. El propósito era matar sin densas
excusas ni vueltas laborales. Lo peor es que había un ambiente propicio para
justificarlo.
El libro de Abraham es particularmente provechoso por sus reflexiones sobre intelectuales que aportaron a esa ominosa causa. Debemos distanciarnos del romanticismo según el cual las humanidades conducen siempre al bien. La literatura y el pensamiento filosófico, aunque teniendo distintos beneficios, no son infalibles para librarnos de sanguinarias estupideces. En el volumen ya referido, aparecen los nombres de Mircea Eliade y Emil Cioran, entre otros escritores. Sus páginas fueron inequívocas; exhalaban agresividad, antisemitismo, irracionalismo de tipo fascista. Es cierto que no todo se explica por panfletos, ensayos o tratados; sin embargo, si hubo esa deshumanización, esto fue debido a una cultura favorable a su ejecución. Con seguridad, uno puede escribir acerca del amor, mas es igualmente posible que el talento se ofrezca para incendiar infiernos. Una lección rumana que debe recordarse.
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