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El murillismo como desgracia nacional




 

El arte y las letras, y la ciencia y la filosofía, la moral y la política, deben todos sus progresos al espíritu de rebeldía.

José Ingenieros

 

Arturo Carlos Murillo Prijic no es un accidente; desde su creación, la historia de Bolivia cuenta con numerosas versiones suyas. Su caso se ha repetido hasta la extenuación. Basta con elegir, al azar, cualquier régimen que se haya ocupado de dirigir los destinos del país para notar cómo, en mayor o menor grado, contribuyó a su desprestigio. Lejos de resolver sus problemas fundamentales, muchos gobernantes, incluyendo peleles con cargos que los transforman en titanes, sobresalieron por atropellos, malversaciones e ineptitudes. No niego que haya excepciones; sin embargo, la cantidad no ensombrece, por lo cual cabe dar sitio a una crítica mayor. No se puede obrar de otro modo. No importa que, en poco tiempo, su figura, con otro nombre, vuelva a tener presencia. Nunca será inútil tomar la palabra para señalar un mal que no parece tener fin.

      El murillismo, esta suerte de enfermedad que suelen padecer los políticos bolivianos, nos provoca distintos problemas. En primer lugar, lo relaciono con un mal que perturba la convivencia civilizada. Me refiero al gusto que los gobernantes sienten por el autoritarismo. Una vez en el poder, se cree que los ciudadanos deben limitarse a obedecer. No ven a los demás como iguales, con derechos y deberes, lo cual sería necesario en democracia. Desde su perspectiva, el ejercicio de una elevada función pública trae consigo, además, la impunidad. Poco interesa que, desde la Edad Antigua hasta este accidentado siglo XXI, ningún poderoso haya sido eterno. Creen que, con ellos, el destino será indulgente; así, en lugar de moderar sus abusos, apuestan por la radicalidad. Acentúo que algunos hacen hasta lo imposible por convertirse en figuras heroicas. Lo cierto es que, para su desventura, terminan ejerciendo como payasos.

       Más allá de las arbitrariedades, esta patología tiene que ver con una práctica nacional: la corrupción. Pasa que, si dejamos la hipocresía de lado, este país se halla profundamente marcado por esa inmoralidad. Las irregularidades se presentan a todo nivel, sea éste privado o público. No obstante, conviene volver al punto inicial. Porque no estamos, como Alcides Arguedas, en Pueblo enfermo, o H. C. F. Mansilla, al escribir El carácter conservador de la nación boliviana, para lanzar críticas generales; nos atañe hoy la política. Esa dimensión humana que, por regla, tiene a gente corrupta entre sus practicantes. Todo permite sostener que Murillo fue un ladrón de cuatro esquinas, mas no ha sido el único. Sin duda, si se permitiese a Estados Unidos investigar otros casos acaecidos en Bolivia, la lista de procesados sería kilométrica.

       Hay todavía un aspecto que resta considerar. Aludo a la ineptitud, cuando no imbecilidad, que abunda en política. Ocurre que Arturo Murillo pudo ser abusivo y corrupto, pero fue también un hombre de pocas luces. En ninguna de sus intervenciones públicas, bien vistas, se puede apreciar listeza o mediana inteligencia alguna. Por otro lado, aunque no fuese obligatorio para ser autoridad, tampoco se advertía una cultura respetable, decente, mínima. Resalto esto último porque, como es sabido, se suele cuestionar a los militantes del MAS por su incultura; ahora bien, él no era una muestra de lo contrario, ni mucho menos. Con todo, insisto en que no es una rareza. La norma es toparse con mortales que tengan esas mismas características. No es, por tanto, extraño que Bolivia se mantenga entre las naciones más pobres de la región. La culpa no es solo suya. Quizá sea de todos nosotros.

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