¿Se teme al
cambio? ¿Y qué puede producirse sin cambio? ¿Existe algo más querido y familiar
a la naturaleza del conjunto universal? ¿Podrías tú mismo lavarte con agua
caliente, si la leña no se transformara? ¿Podrías nutrirte, si no se
transformaran los alimentos?
Marco Aurelio
Al recordar cuando, a los trece años, leyó el diario anarquista de Alexander
Berkman, Daniel Bell reflexionó sobre cómo un suceso determinado, uno tan
violento cuanto revelador, podía cambiar nuestras convicciones. Para él, ese
acontecimiento fue la masacre que ordenó Trotsky en la base naval de Kronstadt,
donde un motín de marineros resultó brutalmente reprimido. Toda ilusión en
torno al experimento igualitario de los rusos era ya insostenible. Fue también
la posición de Bertrand Russell, quien, como muchos otros mortales, tenía buena
opinión acerca del régimen soviético, cuyo país había visitado y hasta elogiado
en 1920, un año antes de dicha barbarie. Es que, cuando hay, ante todo, un
espíritu abierto, en el cual la inteligencia se combina con los escrúpulos, la
posibilidad del cambio está siempre vigente. Se precisa sólo de un hecho, una
situación injusta, incompatible con nuestros valores y principios, para desencadenar
esa transformación.
En Latinoamérica, la conversión más conocida tiene a Mario Vargas Llosa
como protagonista. En sus años universitarios, formó parte de círculos
comunistas. Tuvo, no obstante, un primer distanciamiento dentro del mundillo de
la izquierda. En efecto, por cómo terminó con la Rebelión húngara de 1956, se alejó
del socialismo ruso. Posteriormente, fue admirador del castrismo, apoyando asimismo
a gobiernos de la región que contaban con retórica antiimperialista. La
realidad cambió cuando, en 1971, los cubanos obligaron al poeta Heberto Padilla
a retractarse públicamente de cuestionamientos que, según sus acusadores, había
realizado al régimen. Esta reproducción de los juicios del estalinismo dejó a
nuestro novelista sin alternativas: se desmarcó de la utopía caribeña, tal como
abandonaría luego las ilusiones del colectivismo.
Esa Cuba revolucionaria que había fascinado a Vargas Llosa, sin embargo,
contaría aún con protectores en el campo de la cultura. Uno de los
intelectuales que, desde 1965, le había sido más cercano fue Régis Debray.
Estuvo hasta preso en Bolivia por formar parte del grupo de guerrilleros que
acompañaron a Guevara. Nada parecía incomodar su militancia en favor de Fidel;
por el contrario, lo tenía como un modelo a seguir, cuestionando otras vías
para llegar al anhelado socialismo, como sucedió cuando conversó con el
presidente Allende. Con todo, la ruptura se consumó en 1989. Ocurrió que el
régimen optó entonces por enjuiciar y ejecutar al general Arnaldo Ochoa, entre
otros militares. No había razones válidas; Castro quiso acabar con una figura
peligrosa para su autocracia. El pensador francés dio por terminado su romance.
Sería un error creer que todas estas transformaciones de intelectuales
han sido un avance. En ocasiones, por desgracia, el cambio se produce para mal.
Pienso en Jean-Paul Sartre, filósofo que, inicialmente, podía ser presentado
como abanderado de la libertad individual. En sus primeras décadas, tiene
páginas que invitan a respaldar un anarquismo para nada despreciable. Su mayor
obra, El ser y la nada, por ejemplo,
evidencia lo anterior sin enormes complicaciones. Pero su vida fue alterada
cuando, durante varios meses del año 1940, estuvo preso en los campos de
Tréveris. En este cautiverio impuesto por los nazis, él descubrió la
solidaridad, al otro, que no había tenido relevancia para su pensamiento. Desde
ese momento, el escenario fue diferente, intentándose la conciliación del
existencialismo, su filosofía, con el marxismo. Huelga decir que fracasó en
este cometido.
Nota fotográfica. La imagen que ilustra el texto es una fotografía de quienes se rebelaron en Kronstadt.
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