La sinceridad nunca ha figurado entre las
virtudes políticas y las mentiras han sido siempre consideradas en los tratos
políticos como medios justificables.
Hannah Arendt
En 1935, Borges publicó Historia universal de la infamia, un
volumen que combina ficción con interés por lo pasado. Sus páginas permiten que
tomemos conocimiento de individuos cuyas vidas, en mayor o menor grado,
estuvieron signadas por la vileza. Sujetos como Billy the Kid, célebre
bandolero, o John Morell, comerciante de esclavos, entre otros casos, son expuestos
en dicha obra. Obviamente, los años que pasaron en este mundo no se limitaron sólo
a la delincuencia. Es más, si se optara por profundizar en la existencia de
cualquier criminal, encontraríamos otras facetas interesantes –su niñez, por
ejemplo–, incluso dignas del rescate. Sin embargo, cuando llega el momento del veredicto
final, aquél que sirve para determinar si contribuimos o no a mejorar nuestra
convivencia, debemos evitar esas ilusiones y quedarnos con lo medular.
De primar lo
accidental, aquello que caracterizó a una persona en ciertos instantes, podríamos
cometer barbaridades. Pienso en un aspirante a pintor, amante del arte, quien
disfrutaba de proyectos arquitectónicos y aun contaba con una extensa biblioteca.
Hasta aquí, dado el aprecio sentido por las humanidades, uno podría
considerarlo merecedor del aplauso. No obstante, esta biografía debe atender otros
aspectos: racismo, intolerancia violenta, campos de concentración y genocidio.
Aludo, como ya se habrá sospechado, al monstruo de Adolf Hitler. Se lo podría
evocar al lado de Eva Braun, jugando con su pastor alemán, sonriendo a niños
arios; empero, el deber ético no es sino recordarlo como lo que fue en esencia,
un sujeto tan cruel cuanto repugnante. Sin sus acciones, estoy seguro de que
nuestra realidad habría sido mejor o, siendo modestos, menos sangrienta.
Si se trata de hallar
ejemplos en los cuales confluyan el perfeccionamiento del espíritu, mediante
las expresiones culturales, y la locura del poder político, Rusia nos ofrece un
panorama generoso al respecto. Así, en primer lugar, tenemos a Lenin, quien se
conmovía con la música clásica, mas no dudaba cuando llegaba el momento de
liquidar adversarios para concretar su delirio bolchevique. Por otro lado, contamos
con Trotski, que, según Robert Service, superaba a casi todos los políticos
contemporáneos en habilidades literarias. Además de escribir en abundancia,
tenía una marcada preocupación por la forma. Esteta de las letras y todo lo que
quieran, se caracterizó asimismo por lo sanguinario. Agrego a Iósif Stalin,
responsable de millonarias muertes y condenas, pero, por otra parte, dueño de
una biblioteca con unos 20.000 libros, aproximadamente.
Por último, cabe abordar el caso de los románticos que han empuñado las armas. Es que, por lo visto, los guerrilleros de cualquier calaña, indigenista u occidental, Quispe o Guevara, desencadenan una peligrosa falacia. Se dice que, por ser coherentes, al punto de ofrendar su vida para defender ideas, justificarían el respeto del semejante. Frente a esto, pueden concebirse dos reparos, uno epistemológico y otro ético. Sucede que lo más razonable sería siempre desconfiar de verdades definitivas, dogmas por los cuales, conforme a ellos, valdría la pena su sacrificio. Podrían, pues, estar en un error que su radicalismo impide notar. Al margen de lo anterior, hay un problema moral porque su congruencia no únicamente les ordena inmolarse, sino también matar. Esto es parte de su aporte a la humanidad: asesinatos, bombas, secuestros, robos, calumnias, ataques a la democracia, etcétera. Es lo que debe preservar nuestra memoria.
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