Quien entiende su vida únicamente como un
punto en el desarrollo de una estirpe, de un Estado, de una ciencia, y de este
modo enclavada por entero en el curso del devenir, en la historia, no ha
comprendido la lección que le imparte la existencia y tendrá que aprenderla de
nuevo.
Friedrich Nietzsche
Hay una tradición
intelectual que, según parece, pese a ser siempre minoritaria, se agota.
Durante largo tiempo, en distintas circunstancias, contó con representantes que
fueron combatidos, aunque también, cuando había sensatez, admirados. Figuras
como Giordano Bruno, Diderot y, entre otros, Bertrand Russell son algunos de
sus principales exponentes. Me refiero a quienes, sin importar los contextos,
apostaban por la razón cuando llegaba el momento de considerar nuestra
realidad. Rechazaban su sometimiento a los dictados de cualquier grupo,
institución, religión o ideología. Por encima de todo, interesaba la reflexión
propia, pero no una caprichosa, sino un auténtico ejercicio del razonamiento
que procuraba ser autónomo y verdadero. Eran ellos, con su mente, observaciones
e incesantes preguntas, los que asumían esa carga de buscar la luz para, así
sea momentáneamente, iluminar los caminos del semejante. No era una tarea
marcada por el egoísmo más infértil; los librepensadores aspiraban a servirnos
contra todo oscurantismo.
El librepensamiento es una
rareza, cada vez más aguda, porque demanda que se abandonen las comodidades
proporcionadas por los dogmatismos. Para muchas, incontables personas, lo mejor
es tener un repertorio de creencias invariables. Son respuestas que nos quitan
el peso de razonar ante diferentes cuestiones. Es un ambiente confortable,
conviene resaltarlo, el que se forma gracias a esas órdenes, prohibiciones y
permisos establecidos para nuestra comprensión del mundo. Estando todo
aclarado, no cabe ninguna modificación. Las grandes preguntas serán respondidas
merced a catecismos de diversa índole. Además, para intentar su conservación,
tenemos organizaciones que se ocuparán de identificar fieles, herejes,
apóstatas, al igual que, en el peor caso, blasfemos. Aludo a categorías que
tienen sentido dentro o fuera de la religión, desde luego. Porque la necesidad
de dividir al mundo en correligionarios y enemigos no es una característica que
se invoque solamente cuando imaginamos vínculos con alguna deidad.
La política es un campo en
donde esa libertad de pensamiento resulta perturbada, considerándola como un
fenómeno que no es tan grato. Está claro que, dentro de un partido, para innumerables
mortales, lo fundamental debe ser la disciplina, una sustancial sumisión a las
directrices. Esto es tan criticable cuanto harto conocido. Hoy, sin embargo, mi
cuestionamiento tiene que ver con lo teórico, doctrinario, ideológico. Es que,
cuando alguien habla en favor del socialismo o liberalismo, por ejemplo, pueden
irrumpir quienes se creen los auténticos sacerdotes en esos temas. De manera
que, con rapidez y contundencia, se deplorará cualquier interpretación contraria
a su perspectiva del asunto. Lo que se busca es el acatamiento de un cuerpo,
uno en el cual las diferencias sean excluidas. Se acusará entonces a los
disidentes de ser partidarios del adversario, traidores, infiltrados que buscan
el fracaso del proyecto.
La hoguera preparada para los librepensadores puede prenderse cuando se lanzan críticas a quienes deben ser presentados como ídolos de barro. Poner en cuestión sus méritos, dudando del valor de acciones o siendo escéptico ante los prodigios que se les atribuyen, puede provocar mayor irritación que los ataques a ideas. La creencia en los grandes hombres no admite el deslizamiento de observaciones que socaven sus méritos. No importa que los hechos desnuden sus miserias; deberíamos limitarnos a pensar en las cualidades más elevadas, pues nadie tendría el derecho de mancillarlos con el arte del cuestionamiento. Lo peor se presenta cuando alguien nos muestra a un héroe de la democracia, una persona que, supuestamente, ofreció hasta su vida para liberarnos; conforme a esta óptica, deberíamos obviar cualesquier imperfecciones. Por prudencia o temor, algunos individuos seguirán ese destino de forzado silencio. Abrigo la ilusión de que, pese a todo, contaremos todavía con quien prefiera un pensamiento incómodo, minoritario, pero siempre necesario.
Nota pictórica. Interior con un joven leyendo es una obra que pertenece a Vilhelm Hammershøi (1864–1916).
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