No hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que se busca,
y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de
nuestro corazón.
Ernesto Sabato
La historia del Nobel de
Literatura ha estado marcada, en ocasiones, por algunas controversias. Las más comunes
giran en torno a los méritos de quienes reciben ese apetecible galardón. En
efecto, cada año, sin falta, tras conocerse del fallo que lo concede, hallamos
a críticos y, peor todavía, detractores, mortales disconformes con las virtudes
identificadas por los académicos. El cuestionamiento de su decisión puede
conducir al público a sentir pesar por no haberse conferido al escritor que,
verdaderamente, según se dice, lo merecía. No se pensará sólo en los literatos
con vida, como Javier Marías, pues también la observación puede formularse
gracias a gente que ha muerto. Así, para incontables sujetos, es ya un lugar
común señalar que Borges debió haberlo ganado. Yo, como lo deseaba Gabriela
Mistral, añadiría a esa lista de nobeles frustrados al enorme Alfonso Reyes,
cuya prosa parece insuperable.
Este año, al revisar los
aniversarios que podrían motivar alguna reflexión por escrito, advertí un
curioso fenómeno en el terreno de las letras. Sucede que, desde 1950 para
adelante, cada veinte años, tenemos cuatro nobeles del mayor peso, quienes han
usado la pluma para el compromiso social, reivindicando siempre su libertad y
espíritu crítico. Me refiero, en orden, a Bertrand Russell, Aleksandr Solzhenitsyn
(1970), Octavio Paz (1990) y, por último, Mario Vargas Llosa (2010). Se trata
de hombres que sirven como símbolos del pensamiento cuestionador. En cada uno
de estos casos, la literatura no se limitó a ser una experiencia estética; fue
un medio merced al cual las injusticias podían denunciarse, confrontarse,
abatirse. No importa la orientación ideológica que pudo distinguirlos en algún
momento de sus vidas; esos magníficos escribidores tuvieron un común
denominador tan notable como aquél.
En 1951, Russell prologó Un mundo aparte, obra en la que el
autor, Gustav Herling-Grudzinski, relata su vivencia como prisionero de un campo
de concentración en Rusia. Esa introducción deja notar el rechazo del filósofo
a los regímenes opresivos, cuya presencia en este mundo, por desgracia, no ha
sido menor. Tiempo después, en 1973, aparecerá Archipiélago Gulag, detallando todas las desventuras que los
prisioneros políticos vivían mientras, alrededor del mundo, había gente
alabando el estalinismo. Aleksandr Solzhenitsyn, escritor del voluminoso
trabajo, había sido igualmente víctima, teniendo indecibles padecimientos,
pero, al mismo tiempo, la valentía suficiente como para contarlo luego. Cabe
destacar que ya había dado muestras de su valía, tornándose peligroso para las
autoridades reinantes. De hecho, años antes, el régimen lo amenazó,
impidiéndole dejar su país cuando, en Suecia, debía recibir el Nobel. El premio
servía para rendir tributo a la gallardía y profunda consciencia moral de su producción.
En dos lúcidos ensayos, Octavio Paz reflexionó sobre Solzhenitsyn. Los escritos del ruso habían servido para confirmar males inherentes a un sistema que no cabía sino criticar. Es más, coincidía con algunas de sus reservas en torno a la democracia, aunque tenía reparos cuando se consideraban otros temas. La religiosidad, por ejemplo, era un punto en el cual se notaba su distanciamiento. Aunque también crítico de la modernidad, apreciaba un mayor aprecio por el racionalismo. En cualquier caso, su vínculo mezcló la coincidencia con el desacuerdo. Fue lo que le pasó con Vargas Llosa, más aún cuando el autor de Los cachorros dijo que México era una dictadura perfecta. En aquella oportunidad, tras escuchar lo manifestado por el excandidato a la presidencia del Perú, Paz reivindicó la condición democrática que, con todas sus imperfecciones, mostraba su nación. No fue la única vez en que ambos creadores, ya entonces viejos amigos, tuvieron diferencias. Recuerdo que debatieron acerca del progreso, asumiendo posturas distintas, porque, mientras el peruano resaltaba los adelantos suscitados en el siglo XX, su circunstancial rival loaba la época de los Antoninos. Como sea, hasta sus desencuentros evidenciaban una calidad que, por azar o destino, parece encumbrarse cada dos décadas. Me quedo a la espera del año 2030.
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