El derecho tiene su objetivo en sí mismo: perfeccionar la idea de justicia
inherente a él.
Alf Ross
A comienzos del siglo XX, Carlos Vaz Ferreira,
filósofo que se preocupó por cuestiones lógicas, educativas y éticas,
reflexionó sobre una condición suya: la de abogado. Expresó entonces su duda en
torno a si esa profesión era del todo compatible con la moralidad absoluta.
Parecía que, intrínsecamente, había algo por lo cual su ejercicio terminaba
siendo derrotado, doblegado en favor de la indecencia. Sin embargo, desde su
perspectiva, se debía tomar la palabra y manifestarse al respecto, cuestionando
vicios, taras, prácticas que no dejan de tener vigencia. No lo hacía gracias al
impulso de las pasiones; sus observaciones tenían que ver con la razón en
sentido crítico. Pasa que la reflexión no conduce sólo a las especulaciones o
teorizaciones sin ninguna conexión con el mundo real; también, de manera provechosa,
nos permite posicionamientos tan concretos cuanto importantes para mejorar la
convivencia.
Pero ese singular ejercicio de la razón no sirve únicamente
para pensar en las prácticas del abogado. En efecto, más allá de considerar esa
tarea técnica, puede resultar útil para reflexionar acerca del derecho. No me
refiero a la única labor de conocerlo, destacar su esencia, así como también las
particularidades que posee una ley; aludo al posible cuestionamiento del
sistema normativo. Porque cabe detenerse a examinar si ese conjunto de reglas,
que ordenan y prohíben, además de permitir, puede estimarse aceptable. Yo aludo,
en principio, a la crítica que merecerían por su falta de coherencia, pues los
legisladores pueden perpetrar absurdos. Como cualquier obra que lleve la marca
del hombre, una ley, o hasta todo el ordenamiento del país, puede contar con
falencias, excesos o vacíos, los cuales deberían ser notados para evitar
mayores problemas ligados a nuestra convivencia.
Al margen de observar esas deficiencias relacionadas
con la forma, pongámoslo así, corresponde pensar en el fondo. En este sentido,
tendríamos como misión central el determinar si una norma jurídica resulta o no
injusta. Ciertamente, se trata de una cuestión que debería ser considerada, en
mayor o menor grado, por cualquier ciudadano. Durante toda la vida, desde el
nacimiento hasta nuestra muerte, leyes de diversa naturaleza nos rodean,
incluso acosan. Creo que conviene preguntarse si son necesarias para tener una
convivencia más o menos admisible, decente, justa. Para ello, desde luego,
tendríamos que animarmos a concebir la justicia. Por supuesto que no es algo sencillo.
Tengamos presente que puede ser entendida como un valor compartido, por lo cual
cabe, de algún modo, coincidir con los demás para establecer cuándo estamos
ante una situación justa.
Por desgracia, en la mayoría de las universidades
donde se forman abogados, la filosofía recibe un trato despreciativo. Frente a las
asignaturas que nos enseñan el contenido de códigos y leyes orgánicas, por
ejemplo, esa materia parece innecesaria. Se buscan operadores, gente con el objetivo
de facilitar –o, en ocasiones, entorpecer– la puesta en práctica del orden
elaborado por los parlamentarios. No se persigue la formación de razonadores; a
lo sumo, si cabe ejercitar las mentes del alumnado, sería para idear estrategias,
tácticas, aun triquiñuelas para favorecer al cliente. Una visión tan práctica
del derecho, un enfoque signado por el inescrupuloso afán de lucro, con
perseguir triunfos sin interrogarse sobre la verdad o justicia del caso, leyes
u órdenes, en resumen, debería servir para entender nuestra crisis judicial.
Nota pictórica. El juez de paz es una obra que pertenece a Nikolai Dmitrievich Kuznetsov (1859-1939).
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