Nuestra ignorancia es limitada y abrumadora. Todo nuevo
fragmento de conocimiento que adquirimos sirve para abrirnos más los ojos a la
vastedad de nuestra ignorancia.
Karl R. Popper
Una de las peores desgracias es que
mucha gente jamás tome consciencia del esfuerzo hecho hasta ahora para
brindarle una vida con ciertas comodidades. Si nos encontramos en mejor
situación que hace dos o tres siglos, es porque se trabajó bastante para
conseguirlo. Se ha tenido que usar espadas, armas de fuego, bombas, pero
también, por supuesto, ideas, teorías, con lo cual nuestro avance ha sido concretado.
El problema es que incontables mortales lo ignoran y, por tanto, no aprecian
las labores llevadas a cabo para librarnos de grandes males. Básicamente, ellos
creen que todo les ha sido dado sin ningún tormento de por medio. Se trata de
la crítica que, hace ya 90 años, Ortega y Gasset lanzaba contra el hombre-masa.
Este tipo de sujeto era una combinación de ignorancia con ingratitud, añadiéndose
actitudes caprichosas, por lo que su poderío en la sociedad no podía sino
resultar peligroso.
No pasa por
pedir que todos sean eruditos. Contar con vastos y variados conocimientos no
garantiza infalibilidad ni tampoco tener una existencia impecable. Nunca
dejaremos de equivocarnos, con limitaciones al buscar la verdad, entre otras
insuficiencias que sirven para distinguirnos. El punto es que no resulta
imprescindible convertirnos en una fuente de sabiduría; sin embargo, sí parece
necesario tener algunas ideas claras sobre la realidad. No sería por vanidad,
obviamente. Si se cree forzoso, esto es así porque, sin esos saberes básicos,
tanto vivir como convivir pueden llegar a ser harto complicados. Por
consiguiente, alejarnos de la ignorancia puede sernos útil para desarrollar
distintos proyectos, incluyendo aquel que comprende nuestra autorrealización.
Es lo que cabe admitir cuando nos percatamos del valor de conocer y, en
especial, del aproximarnos a la ciencia. Sin duda, no existe nada negativo en
acometer un acercamiento de esta naturaleza.
Desde hace
algunos siglos, el valorar los quehaceres del científico parece válido.
Ponernos en contacto con sus conceptos, hipótesis, leyes, al igual que estudiar
los debates protagonizados por quienes la explotan, trae como grata
consecuencia su estima. Naturalmente, no aludo a un placer que sólo podrían
sentir quienes disfrutan del debate conceptual, los experimentos, las
contrastaciones: la inteligencia en busca de lo cierto. En mayor o menor grado,
todos podríamos acceder a esa experiencia tan nutritiva cuanto dichosa. No
obstante, conviene tener en cuenta el riesgo del extremismo. Ocurre que, como
sucede con la religión, cuando no se tiene espíritu crítico, el conocimiento
científico puede conducirnos al fanatismo. En síntesis, lo que corresponde es
una valoración mesurada, no acrítica, menos fundamentalista, de la ciencia.
Curiosamente,
un entusiasmo desproporcionado por la ciencia puede llevar al despeñadero. Me
refiero a las ilusiones que son despertadas por su avance. Lo digo porque hay
personas que, en resumen, no ven científicos, sino magos, cuando no, desde
luego, dioses. Frente a cualquier necesidad, desde afrontar pandemias hasta
posibles choques del planeta con meteoritos, supondrán que los investigadores
deben brindarnos una solución rápida y definitiva del problema. Peor todavía,
exigen que esos mismos profesionales, académicos e indagadores, dejen de lado
su normal proceder. En otras palabras, exigen a los científicos respuestas
contundentes, mas sin atender la necesidad de respetar aquellos pasos que
permitieron sus adelantos. Al obrar de esta forma, se desnuda una mentalidad
anticientífica.
Nota pictórica. El sueño de la reina Catalina es una obra que pertenece a Johann Heinrich Füssli (1741-1825).
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