Y hasta aquí lo que
se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra de hecho por
pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte
en las pasiones, en parte en su razón.
Thomas
Hobbes
Nos hemos
acostumbrado a escuchar sentidos discursos en favor de la libertad. Las páginas
escritas al respecto se cuentan por montones, aunque no siempre nos obsequien
una buena calidad. Para Cervantes, por ejemplo, es uno de los dones más
preciosos que recibió el hombre, debiendo ofrecer hasta la propia vida en su
defensa. Según esta lógica, pasar al cautiverio sería el equivalente a morir. A
lo largo de la historia, rebeldes y revolucionarios procuraron ser sus
portaestandartes. Sin embargo, el comportamiento de varios sujetos, demasiados
individuos, hace dudar del valor que, en realidad, le concederíamos. Porque
puede haber gran distancia entre teoría y práctica, pues, en muchos casos, las
palabras no concuerdan con los hechos. Peor todavía, podríamos estar ante un panorama
en el cual, buscando bienestar, lo primero que se sacrifique sea dicha
facultad.
Es
innegable que, cuando nos encontramos en condiciones extremas, como prisioneros
de guerra o detenidos políticos, el aprecio por la libertad puede resultar tan
profundo cuanto auténtico. No tenemos por qué dudar de lo que una persona como Solzhenitsyn,
célebre víctima del gulag, haya manifestado sobre tal cuestión. Su testimonio
es el de alguien que, por mandato del régimen comunista, fue reducido
prácticamente a cosa, sufriendo debido al pensar distinto. En estos casos, al
cautiverio, ya de por sí negativo, se suma la injusticia. No es lo mismo ser
enviado a la cárcel por una estafa, entre otros crímenes, que tener ese mismo
destino como consecuencia de adoptar posturas disidentes. En cualquier caso,
quien castiga lo hace bajo el convencimiento de que, cuando impone esas
restricciones, condenándonos al encierro, nos coloca en una situación
indeseable. Sabe que, si se pidiera nuestra opinión, estaríamos en desacuerdo.
Por desventura, creo que no todos expresarían su disconformidad.
Sucede
que, cuando ya no estamos con las comodidades de siempre, disfrutando del
contexto en donde no es difícil cantar a la libertad, gritar cuánto nos
importa, el escenario puede cambiar. Frente al peligro de perder la vida,
pongamos por caso, muchos preferirían una celda. Se trata del clásico dilema,
no exento de controversia, entre ser libres o estar seguros. Porque, en el
primer supuesto, podríamos contar con el riesgo de resultar afectados. El afán
de ser protegidos llevaría a relativizar esa inclinación al espíritu soberano.
No es que tengamos un problema abstracto con el hecho de ser libres; la
cuestión pasa por nuestros semejantes. Es su libre albedrío el que puede causar
zozobra. En el fondo, nos movería la creencia de que los demás pueden causarnos
daño. Lo del amor al prójimo se queda en la retórica.
Quizá
debamos desconfiar de nosotros mismos. No basta con decir que nacemos libres
por naturaleza. El reto es apreciar la libertad y obrar de acuerdo con tal
convicción. No descarto que algo tan humano como el miedo nos afecte al punto
de perturbar nuestras valoraciones. Si se habla de prioridades, una jaula
podría ser preferible a un ataúd. Empero, el problema radica en que, partiendo
de una emergencia, nos decantemos por normalizar esa situación, abandonando las
conquistas del pasado. Desde la Edad Antigua hasta el presente, contemplamos aquel
enfrentamiento entre autonomía, que favorece nuestra libertad, y autoridad,
cuyo crecimiento conlleva su negación. Las luchas libertarias son cuantiosas;
con todo, nada garantiza que nuevas generaciones opten por dejarlas de lado.
Ninguna estima es inevitable.
Nota pictórica. Interior junto a la chimenea es una obra
que pertenece a Joseph-Noël Sylvestre (1847–1926).
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