Así como la tierra necesita
labradores, la mente necesita maestros. Pero los maestros no son tan fáciles de
conseguir como los agricultores. Los maestros mismos a su vez son y deben ser discípulos.
Leo Strauss
Nunca dejarán de atraerme los interrogantes en torno a la naturaleza
humana. Se trata de cuestionamientos que, desde la Edad Antigua hasta el
presente, han contado con diversos pensadores. Recuerdo que Max Scheler,
filósofo de los valores, reflexionó al respecto cuando escribió El puesto del hombre en el cosmos. En
sus páginas, uno se percata del valor que debe concederse a ese tema, pues, al
cavilar sobre nosotros mismos, nos sentimos desafiados, teniendo que
identificar atributos, virtudes, pero también limitaciones, vicios e
insuficiencias. Porque no hay época en la cual los miembros de nuestra especie
hayan ofrecido solamente muestras del más elevado perfeccionamiento, sea
material, espiritual u otro que sirva para evidenciar superioridad. Tenemos
demasiados casos en los que, con claridad, se revela cuán lejos de ser
impecables nos hallamos.
Empero, aun reconociendo las ruindades que nos tuvieron
como protagonistas, queda margen para el optimismo. No todos cayeron en los
abismos de la indecencia, perversidad y peligroso gusto por el desconocimiento;
hay asimismo gente que merece nuestro aprecio. Aludo a personas que se
constituyen en un ejemplo significativo de cómo tener una vida virtuosa, útil
para sí misma y los demás. Son quienes marcan una grata diferencia cuando sus
años en el mundo se comparan con los del prójimo. Soy consciente de que, conforme
a distintos historiadores, lo relevante no son los individuos, sino otros
factores, circunstancias en las cuales ningún ser humano es tan extraordinario
como para fabricar el destino social, peor todavía planetario. Pese a ello, creo
que, con su conducta y, es más, reflexiones, conceptos e ideas, alguien puede
realizar un aporte harto importante.
Como sé que la creencia en los grandes hombres
puede conducirnos al infierno político, cabe aclarar el punto. Al igual que
Isaiah Berlin, siento predilección por la historia de las ideas. Es que pensar,
meditar, intentar un ejercicio de la razón para encontrar respuestas, así como
también plantear preguntas provechosas, no puede sino ser considerado
imprescindible para incrementar nuestros conocimientos, lo que jamás debería
juzgarse desdeñable. Si valoro esos quehaceres del razonamiento, nada tan
previsible como el afecto sentido en favor de quienes los llevan a cabo. Según
esta lógica, la grandeza de un individuo dependería del rigor, esplendor o, en
ocasiones, genialidad que tengan sus meditaciones. No desprecio su vida; de
hecho, las biografías, autobiografías y memorias, con sus anécdotas e
intimidades, me han parecido siempre atractivas. La cuestión es que, entre
cuerpo y mente, si correspondiese aún este dualismo, me quedo con lo segundo.
Desde la perspectiva del pensamiento, las mentes
más grandes se suelen hallar en lo que se conoce como obras clásicas. No sostengo
que todo se reduzca a esos libros, invitando al desprecio de otros medios, sean
éstos digitales o tradicionales. Mi observación tiene que ver con el carácter
insuperable de tal formato para transportar ideas. Gracias a neurocientíficos
como Stanislas Dehaene, sabemos cuánto se ha beneficiado el cerebro con la
lectura. Al tomar contacto de lo razonado por sujetos del pasado, se ha
producido una comunicación que nos nutre, así sea para la refutación. Destaco
esto último porque las ideas grandes son aquéllas capaces de provocarnos,
hacernos pensar, tanto a favor como en contra. Es en virtud de una dialéctica
como ésta que los maestros del pasado dejan su impronta entre nosotros.
Nota pictórica. Zebeulon es
una obra que pertenece a Eugene Berman (1899-1972).
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