Antes de pensar, hay que comenzar por purificarse; digamos
incluso que todo esfuerzo de purificación es siempre, en esencia, un esfuerzo
de pensamiento que exige el mayor de los respetos.
Clément Rosset
En su famosa
explicación sobre lo que es la Ilustración, Kant nos retó con un mandato todavía
vigente: debemos atrevernos a pensar por nosotros mismos. Pasa que, al recurrir
a otros sujetos para reflexionar sobre cómo resolver problemas de diversa
naturaleza, evidenciamos inmadurez. Seríamos, pues, como menores de edad a
quienes sus padres deben indicar qué hacer, asumiendo estos últimos
responsabilidades ajenas. Porque, si nos esforzamos en busca de respuestas
propias y, consiguientemente, tomamos las decisiones que mejor nos parezcan, no
cabe sino asumir sus consecuencias. Libres de elegir, debemos asimismo soportar
las cargas relacionadas con cualquier determinación que se adopte. Es lo que
hacen las personas maduras. Por desventura, como se sabe, no es un camino que
muchos individuos deseen transitar. Huelga decir que toda sociedad se beneficia
cuando la mayoría de sus ciudadanos tienen esa madurez.
Idealmente,
los primeros alientos, acaso decisivos, a pensar por cuenta propia se tienen
que dar en el hogar. Así, desde los primeros años, se fomentará el apego al
razonamiento y, mejor aún, la crítica. Porque no basta con cavilar; es
imprescindible que se lo haga para cuestionar. Si existe alguna enseñanza que
pudiera ser considerada como un buen legado, tal vez el mayor, sería una merced
a la cual tengamos esa capacidad. Aplicada de modo sistemático, se convierte en
una herramienta que puede servirnos para vivir y convivir mejor, distanciándonos
del error e impulsándonos hacia la verdad. Con todo, para suplir, en la medida
de lo posible, o complementar esa formación esencial, se apuesta por las
instituciones educativas. Por supuesto, más allá del sistema, se cree en las
habilidades, actitudes e intenciones siempre sanas que podrían tener los
profesores al respecto.
De
acuerdo con tal lógica, el maestro debería promover esa reflexión autónoma y
crítica. Es cierto que, en cuantiosos casos, el educador no busca esto, sino la
silenciosa sumisión del estudiantado. Por lo visto, esas prácticas del pasado,
ya repudiadas hasta el cansancio, se mantienen invariables en más de un
escenario. Sin embargo, encontramos también excepciones. Me refiero a quienes
hablan en favor del libre pensamiento, aun contestatario, cuando ejercen el
profesorado. Émulos de Sócrates, animarían el diálogo, la discusión, evitando
que su autoridad se imponga por sí misma. El problema es que, a veces, su
invitación al cuestionamiento resulta engañosa. Lo sostengo porque varios
partidarios del pensamiento crítico destacan que sus alumnos sean
contestatarios, mas sólo si esto implica coincidir con las posturas del
docente. Es un adoctrinamiento disfrazado de apertura a la rebeldía
intelectual.
Las
universidades son espacios en los que dicho fenómeno se reproduce con demasiada
frecuencia. Consecuentemente, podemos toparnos con catedráticos que, aunque
pregonen el gusto por la diversidad, los distintos pareceres del prójimo, cuando
sus críticas son rechazadas, desnudan su dogmatismo. Será entonces la ocasión
propicia para explicar al estudiante que ha sido alienado, manipulado, incluso
fabricado por un sistema infame. No digo que cualquier oposición del
universitario sea digna de alabanzas; subrayo apenas cómo su educador la
desprecia, pretextando una perturbación ideológica. Es lo que, por ejemplo,
señalaría un docente amante del marxismo a quien lo rebatiera desde una
perspectiva liberal. En suma, su lema dice así: hay que animarse a pensar y
criticar, pero siempre como yo.
Nota pictórica. Orfeo es una obra que pertenece a James
Barry (1741-1809).
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