La vanagloria y la curiosidad son los
dos flagelos de nuestra alma: esta nos lleva a meter la nariz en todo, y
aquella nos impide dejar nada sin resolver ni decidir.
Michel de
Montaigne
Nunca me identifiqué con quienes se limitaron a explotar un campo del
conocimiento. No ignoro que, trabajando así, con exclusivo ahínco, hicieron
aportes de gran importancia para la humanidad. Está claro que, si ansiamos
profundizar en un problema determinado, debemos dedicarle tiempo y, cuando
resulta muy complejo, esto podría demandar años, incluso décadas, hasta ver
cómo nuestro esfuerzo se corona con algún avance significativo. Sin embargo, me
inclino por personas que sienten una curiosidad plural. Habiendo tantos
aspectos de la realidad por conocer, concentrarnos en uno solo no parecería ser
lo mejor. No aludo a la posibilidad de sobresalir en todo; es evidente que, por
diferentes factores, solamente algunos alcanzarán un nivel extraordinario. Lo
que subrayo es el acierto de alentar esas inquietudes diversas, pues cualquiera
puede servir para descubrir vocaciones tan profundas cuanto desconocidas.
Uno de los bienes más preciados que tengo, mi
biblioteca, evidencia esa convicción. Hay volúmenes que se relacionan con
distintas áreas, aunque predominan las obras filosóficas, políticas, jurídicas,
históricas, así como también de carácter narrativo. Si hablamos del
pensamiento, mis libros reflejan la disconformidad con los catecismos
ideológicos. Pasa que, si bien amparo el liberalismo y la Ilustración, entre
otras causas, cuento con numerosos títulos que los critican. Me arriesgaría a señalar
que casi la mitad de mis títulos contienen reflexiones antitéticas, aun cuando
algunos invitan al tedio. En este sentido, nada más razonable que, al escribir,
dar clases o disertar en un acto cualquiera, mis ideas se refieran igualmente a
lo planteado por autores del bando contrario. No tengo ningún reparo, por
ejemplo, en confesar que, para Navidad, me regalé el voluminoso Capital e ideología, de Thomas Piketty.
Es probable que, cuando termine de leer sus 1.247 páginas, no me convenza; con
todo, su lectura me habrá enriquecido, quizá renovando las razones de mi
postura.
Lo que sucede con este tipo de bibliotecas, sin
duda, podría ocurrir cuando pensamos en la representación ciudadana. A mí no me
complace, desde ninguna perspectiva, que diputados y senadores tengan las
mismas opiniones. Si su función es parlamentar, vale decir, hablar con alguna
finalidad seria, procurando resolver nuestros problemas del mejor modo posible,
nada más óptimo que contar con diversos enfoques al respecto. Podemos estar
seguros de haber hallado la respuesta definitiva, el camino gracias al cual las
dificultades serían liquidadas; empero, una mirada crítica podría sernos útil
para perfeccionar lo creído hasta entonces. Esto no significa que toda tontería
de quienes conforman un partido opositor u oficialista deba ser reivindicada
como una genialidad. La diversidad de opiniones merece nuestra defensa, mas no
todas tienen el mismo valor.
No se descubre nada nuevo al sostener que un pluralismo
de esta índole puede resultar molesto. Lo grato es reunirse con individuos que
tienen idénticas o similares creencias. La felicidad, si cabe, llegaría sin contratiempos
cuando nos topamos con gente que se siente a gusto al contemplar el mismo
color. Para muchos sujetos, el mayor debate tiene que ver con la tonalidad, los
matices, las variaciones un poco difíciles de percibir. Pese a estas bondades,
vale la pena insistir en que, desde libros hasta parlamentarios, nuestra
realidad esté marcada por su cualidad plural. Lo fundamental es que dejemos
abierta la posibilidad del tono disidente.
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